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La historia empezó hace más de veinte años. La doctora María Elena Bottazzi era una microbióloga nacida en Italia, de familia hondureña, dedicada a investigar sobre vacunas para las enfermedades tropicales. El doctor Peter Hotez era un médico de Texas, decano de la Escuela Nacional de Medicina Tropical en el Baylor College y director del Centro de Vacunas del Hospital para Niños de Texas.
Ambos investigaban enfermedades tropicales que habían sido desatendidas por la comunidad médica en los países en desarrollo. A partir del año 2000, dedicaron sus esfuerzos a la producción de una vacuna para evitar la propagación de las epidemias de Mers —Síndrome respiratorio de Oriente Medio— y Sars —Síndrome respiratorio agudo grave—, que aparecieron en China y en el Oriente Medio. Ambas eran producidas por coronavirus, una extensa familia de virus que causan infecciones respiratorias que pueden ir desde el resfriado común hasta enfermedades más graves.
En 2011 decidieron prestar atención a enfermedades con potencial riesgo de convertirse en pandemias, aparecidas sobre todo en África, por lo que se dedicaron a estudiar nuevos medicamentos contra los coronavirus.
Como en esa época estos virus no provocaron pandemias, la comunidad científica perdió interés en desarrollar nuevas vacunas. Todo cambió con la aparición del Sars-CoV-2, el virus que produce el covid-19. Cuando se declaró la pandemia, los doctores Bottazzi y Hotez estaban listos para reemprender las pruebas necesarias para perfeccionar una vacuna, aprovechando el camino recorrido.
Su vacuna estaba basada en una tecnología convencional, llamada proteína recombinante, que ya había probado ser efectiva desde hace años en vacunas como la de la hepatitis b. Sin embargo, no lograron el apoyo de ninguna agencia del gobierno de Estados Unidos.
“No hubo ningún interés porque las expectativas del gobierno estaban enfocadas en una vacuna ARNm, como las que investigaban los laboratorios Pfizer y Moderna”, explicó la doctora Bottazzi a la Voz de América. “Fue un fallo no apoyar tecnologías como las proteínas recombinantes, o las vacunas convencionales, porque es cierto, tal vez nos tardamos más en la producción, pero una vez lo logramos, podemos producir miles de millones de dosis. Mientras que con las de ARNm, se pueden producir rápido, pero no a escala suficiente”.
Sin embargo, los dos investigadores continuaron trabajando con el apoyo del Hospital para Niños de Texas, el Hospital Baylor College y la farmacéutica india Biological E. Hasta que alcanzaron su sueño: diseñaron una vacuna contra el covid-19 que a fines de diciembre recibió autorización para uso de emergencia en India. El medicamento recibió el nombre de Corbevax.
En las pruebas de fase iii entre tres mil voluntarios, adelantadas en India, Corbevax tuvo una eficacia del 90 % para prevenir la enfermedad causada por el Sars-CoV-2, y del 80 % para la variante delta. Su uso todavía no ha sido aprobado oficialmente por la OMS.
El costo de cada dosis sería de 1,50 dólares, un precio mucho más bajo que las vacunas de Pfizer o Moderna, que oscilan entre los dieciocho y veinte dólares. El gobierno de India ya encargó trescientos millones de vacunas a Biological E. La empresa anunció que producirá cien millones de dosis a partir de febrero y planea entregar mil millones de dosis durante el resto del año.
El equipo inventor de la vacuna también adelanta conversaciones con fabricantes de Indonesia, Bangladesh, Botsuana y Sudáfrica para iniciar la producción en países del tercer mundo. Se tiene la esperanza de que se pueda transferir esta tecnología a Vietnam y América Latina.
La razón del menor costo de la vacuna es que se comparte sin patente y sin ninguna condición. “Hay que cambiar los incentivos: estos no pueden ser solamente económicos. Las vacunas no deberían ser un producto para hacer dinero”, dijo la doctora Bottazzi