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Parte del problema que vivimos hoy es que confundimos el mapa con el territorio. Es decir, confundimos nuestra percepción con la realidad. La historia de un elefante y unos hombres ciegos bien ilustra el problema. Un día, en un pueblo, a un grupo de hombres ciegos les preguntaron: ¿Qué es un elefante? Los ciegos se acercaron al animal y comenzaron a tocarlo. El primer hombre ciego, tocando la trompa del elefante, dijo “¡El elefante es como una serpiente!”. El segundo ciego tocando una pierna, exclamó, “¡El elefante es como el tronco de un árbol!”. El tercer ciego tocó la cola del animal y dijo de manera certera, “¡El elefante es como una cuerda!”. El cuarto ciego tocó la oreja y dijo, “¡El elefante es como una hoja de plátano!”. Finalmente el quinto ciego tocó la barriga del elefante y dijo, “¡el elefante es como un muro!”. La moraleja de esta historia es que todos somos ciegos frente a la realidad. Estamos anclados a creencias que nos hacen vivir dentro de una burbuja.
El esfuerzo que tenemos que hacer hoy por la realidad es salirnos de nuestra parroquia. Es decir, negarnos a conversar solamente con quienes piensan como nosotros y por ende nos hacen sentir cómodos. Tenemos que desafiar nuestras conclusiones, suposiciones, convicciones. En lo personal, la importancia de esta actitud, la descubrí durante mi primer viaje a Palermo, en Sicilia. Yo me crié en una ciudad en el norte de Italia, una ciudad con niveles altos de bienestar. Por el contrario, Palermo tenía otras configuraciones. Era reconocida como una de las grandes capitales del crimen organizado en el mundo. Pero en esta ciudad a finales de los años ochenta se estaba difundiendo un movimiento antimafia que era inédito en la historia de Italia. Eso despertó mi curiosidad y me llevó a descubrir cuál era la vida más allá de los Alpes que rodeaban a mi ciudad y mi realidad. Por mi espíritu inquieto, sentí la invitación a salir de mi zona de confort, de lo familiar y lo conocido para poder conocer otras miradas, experiencias, historias. Esta decisión la tomé hace casi treinta años, y desde entonces no he dejado esta práctica de salir de mi cueva, de desafiar mi confort, para seguir aprendiendo y creciendo. Me gusta pensar que tengo una mente nómada que desafía sus fronteras.
Por eso en Medellín, por ejemplo, disfruto tener conversaciones enriquecedoras con empresarios y líderes sociales, hombres de derecha y mujeres de izquierda, académicos y artistas. Durante los veinte años que he venido conociendo a esta ciudad (que uno nunca termina de descubrir y conocer) he también recogido la historia de jóvenes pertenecientes a varios grupos armados, así como de víctimas de la violencia. He reconocido en todos ellos la humanidad, sus dolores, sus caminos tortuosos. De cada uno he aprendido y en cada uno me he reflejado. Conocer y comprender la historia del otro no necesariamente nos tiene que llevar a la simpatía, pero sí nos permite la empatía y nos abre los horizontes. Nos hace más humanos y más humanidad es lo que necesitamos hoy.