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La necesidad profunda de decir algo, de escribir por una razón, es la que conduce a un músico a componer. Que lo haga más o menos bien dependerá de su talento, pero que lo haga de manera magistral es algo que tiene que ver con la genialidad y esta, como bien se sabe, la alcanzan pocos. Pero ¿qué pasa cuando el mundo de la música decide entrenar una máquina para que piense como lo haría un genio?
Para conmemorar los 250 años del nacimiento de Beethoven, hace una semana se realizó un concierto en Bonn en el que se presentó su décima sinfonía, una obra que él había dejado inconclusa porque lo sorprendió la muerte. Buscando finalizarla, unos cuantos años atrás se decidió acudir a la inteligencia artificial (IA) y un grupo de musicólogos, compositores y expertos en sistemas trabajaron en conjunto para ponerse en la piel del músico alemán e imaginar cuál habría sido su proceso creativo.
El método consistió en alimentar con algoritmos el computador mediante un sistema que se llama machine learning. Este consiste en entrenar las máquinas para que reconozcan patrones basados en datos y hagan sus predicciones. Y luego, usando otro método, más vanguardista aún, llamado deep learning, el informático la entrena para que sea capaz de razonar y sacar sus propias conclusiones, aprendiendo por sí misma. En el caso de esta sinfonía de Bethoven, tras este proceso la IA devolvía entre 20 y 100 versiones de un compás. El grupo de expertos iba seleccionando y así se llegó al resultado final que se pudo disfrutar en ese concierto.
A partir de aquí comienza el debate. Algunos dicen que se trata de un ejercicio de imitación de la melodía y la armonía sin que medie la creación dramatúrgica musical. Otros piensan que la forma como se alimentan los datos algorítmicos es la misma que usan los humanos basada en experiencia y entrenamiento; por lo tanto, no están tan alejadas la una de la otra. Impresiona, de cualquier forma, constatar que al igual que el cerebro humano, la IA es capaz de crear conexiones por sí misma. Ahora bien, la inspiración, el fervor y la emoción que un músico pone en sus composiciones obedecen a una sensibilidad que, por ahora, no alcanza a tener la inteligencia artificial por sí misma. Aún necesita el impulso humano, la instrucción, para ser capaz de comenzar a crear. Pero esto ya no es ciencia ficción. En “Blade Runner”, esa mítica película de Ridley Scott, los protagonistas son unos replicantes diseñados para imitar a los humanos en todo, menos en sus emociones. Sin embargo, llegan a ser capaces de crear sus propias emociones. Al ritmo que vamos, muy pronto la inteligencia artificial lo conseguirá también