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Por Luis Diego Monsalve - @ldmonsalve
Hace pocos días, el mundo volvió a contener la respiración. En la madrugada del 21 de junio, Estados Unidos, por orden del presidente Trump, lanzó una operación militar quirúrgica contra varios centros estratégicos del programa nuclear iraní. La Casa Blanca presentó el ataque como un éxito total, asegurando que “se ha obliterado el corazón del programa nuclear de Irán”.
Sin embargo, los reportes de inteligencia que han circulado desde entonces son contradictorios. Algunos afirman que el daño fue significativo pero no irreversible; otros sugieren que apenas se logró retrasar el avance de Teherán por algunos meses. Solo el tiempo dirá cuánto se ha postergado, si acaso, el viejo sueño —o pesadilla— de un Irán con capacidad nuclear.
Este episodio no puede entenderse de forma aislada. Llega tras años de creciente tensión en Oriente Medio, alimentada por los enfrentamientos entre Israel y fuerzas respaldadas por Irán, como Hezbolá y los hutíes. Pero lo más preocupante es que en las últimas semanas el conflicto escaló a un enfrentamiento directo entre Israel e Irán, con ataques aéreos mutuos y amenazas cruzadas que han elevado la temperatura geopolítica a niveles inéditos en años recientes.
Trump, fiel a su estilo, ha optado por la vía de la fuerza para enviar un mensaje de disuasión, pero también de reafirmación de poder. La señal es clara: Estados Unidos no permitirá que Irán cruce ciertas líneas rojas.
Lo paradójico es que, tras la operación militar, fue el propio Washington quien impulsó una tregua. Se logró una desescalada parcial entre Israel e Irán. Así, el mismo país que lanza bombas en la noche asume por la mañana el rol de mediador. Una diplomacia contradictoria, donde la fuerza precede al diálogo y el uso del garrote va adelante del discurso.
China y Rusia, por su parte, han optado por la cautela. A pesar de que Irán es estratégico para ambos —para China, como proveedor clave de petróleo, y para Rusia, como fuente de drones usados en la guerra en Ucrania—, ninguna de las dos potencias lo ha respaldado militarmente. Se han limitado a llamados a la desescalada y a ofrecerse como mediadores. Tal vez porque no quieren confrontar directamente a Estados Unidos, o porque prefieren mantenerse como actores útiles en otras mesas de negociación global.
Europa volvió a quedar en el papel de espectador preocupado. Varias cancillerías expresaron su rechazo a la operación estadounidense y pidieron volver a la mesa de negociación. Pero más allá de sus llamados a la moderación, es evidente que hoy pesa más su voz moral que su influencia política o militar.
Este episodio revela una tendencia inquietante: la proliferación de operaciones “puntuales” que pueden escalar sin previo aviso. Las grandes potencias ya no se enfrentan directamente, pero libran batallas indirectas usando aliados, grupos armados y tecnología de última generación. Los conflictos ya no se resuelven en conferencias internacionales, sino en salas de comando.
Y aunque América Latina parezca lejana de estas tensiones, no es inmune a sus efectos. En un mundo donde la polarización y la geopolítica dictan las reglas, cada país debe manejar sus alianzas con cautela. Basta un paso en falso para quedar atrapado en una disputa ajena, como fichas en un tablero que no controlamos.
La operación de Trump y la reacción internacional marcan un nuevo capítulo en la diplomacia global, uno donde los misiles se lanzan antes que los comunicados. En este escenario, Estados Unidos muestra su músculo, China su estrategia, Europa su impotencia... y el mundo, su fragilidad.