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Chespirito

hace 9 horas
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Por Lewis Acuña - www.lewisacuña.com

Lo de Roberto Gómez Bolaños fue vergonzoso. Quizá porque para los personajes que lo inmortalizaron tuvo que perder cualquier rastro de pudor o quizá porque fueron una simple parodia de su falta de carácter. Por lo menos así se ve en la escena más triste que protagonizó, que no fue aquella en la que acusaron de ladrón al Chavo y lo echaron de la Vecindad. Fue peor, fue en la vida real.

La frase fue brutal. Indignante. Al hablar sobre el inicio de su relación en una entrevista de 2004, Florinda Meza escupe: “Tenía siete grandes defectos: seis hijos y una esposa”. Él estaba sentado a su lado y susurró una respuesta tímida, sin fuerza, mediocre ante tanto veneno. “No, no, no, ¿cómo defectos? Son seis hijos maravillosos, ¿cómo pueden ser defectos?”. Tenía 75 años y ya llevaban una relación de más de 30. No, a ella no se le “chispotió” y no, no fue su edad lo que a él le impedía reaccionar con contundencia. “Si fueran míos, serían maravillosos, pero no siendo míos, eran un problema y un defecto” remató la que accedió en un principio a ser su amante. Pero el responsable es él.

El problema no es Florinda y su actitud arrogante, su moral cuestionable o su opinión sobre el pasado de su pareja. El problema de fondo es él y su falta de carácter, no para haberse obligado a permanecer con la mujer que por cualquier razón no lo llenaba ya humanamente, porque las relaciones se acaban. No porque tuviera que asumir que los hijos sean una escritura de propiedad sobre la pareja o una obligación de sacrificar el desarrollo de su vida emocional en búsqueda de sentirse pleno, sino el tipo de carácter fundamental para hacerlos respetar.

Eso que aseguró en la entrevista, con mucha seguridad, es algo que llevaba rumiando Florinda durante años. Desde siempre. Un convencimiento, no un comentario. Él lo sabía. Él lo soportó, lo permitió. No fue víctima del desafortunado momento. Fue responsable. Fue el victimario del irrespeto.

¿Qué tipo de mujer puede fijarse en alguien así? Un hombre que no defiende a sus hijos cuando son rebajados a la categoría de “defectos” no es un buen hombre atrapado en una mala relación. Es un padre que se traicionó emocionalmente. Un cómplice por omisión. Un adulto desleal con su compromiso paternal. Puede que económicamente estuviera presente para ellos, pero a costa del infierno que tal vez soportó para mendigar algún espacio en que no tuvieran que coincidir con la madrastra que les escogió. Que un padre se quede inmóvil mientras llaman “defecto” a sus hijos no es un error, es una renuncia y una aceptación.

Un hombre que puede seguir su vida al lado de quien desprecia lo más valioso que él mismo ha creado, arrastra una desconexión profunda consigo mismo. Eso no es nobleza. Hay algo quebrado dentro de alguien que acepta con normalidad que lo que ama sea visto como una molestia. Que lo que lo formó como padre sea nombrado como un defecto.

Alguien capaz de tragar ese dolor, de permitir que se pronuncien esas palabras frente a sus ojos y aún así soportarlo, no tiene dominio emocional, tiene miedo. Tal vez Chespirito aprendió a cederlo todo, incluso la verdad de lo que sentía para no enfrentar lo que debería confrontar y así, no hay nadie que pueda contar con su astucia.

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