Pico y Placa Medellín
viernes
3 y 4
3 y 4
No me extraña que mis compañeros de estudio me hayan apodado hiperbólica y que la coordinadora de mis talleres online me haya tildado de expansiva.
Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo
Estaba dictando clase y sólo mucho tiempo después de estar sentada en la palabra noté que había personas ajenas al grupo asomadas. No es que mi clase estuviera particularmente interesante, es que estaba hablando muy duro. Recién entrada al colegio una profesora llamó a la mamá para sugerirle que me llevara al médico a ver si yo tenía problemas de audición. Dijo: «La niña habla tan duro que parece que viviera al pie de una quebrada», a lo que mi madre contestó: «Es que vive al pie de una quebrada». Era verdad. Los que hayan vivido en el campo saben que, a veces, toca llamarse a los gritos. Como si el alto volumen de mi voz fuera insuficiente, resulté además, como buena paisa, exagerada. La persona más exagerada del mundo. Es como si la vida no me alcanzara, como si no cupiera en el pedazo que me fue asignado y tuviera que rellenar los huecos, maximizar el contenido rutinario de mis días para hacerlos más interesantes. No me extraña que mis compañeros de estudio me hayan apodado hiperbólica y que la coordinadora de mis talleres online me haya tildado de expansiva. La semana pasada una alumna me regaló una tarjeta que decía: «Eres fuegos pirotécnicos». Cuando empiezo a hablar me voy emocionando, manoteo, subo el volumen y, al final, exploto. Soy como la leche que de tanto borbollar termina saliéndose de la olla y haciendo un desastre. No me importa derramarme. De tanto hacerlo le he agarrado gusto al desastre, de ahí han salido mis mejores historias. Por eso escribo. Propicio terremotos, abro heridas, derramo el agua del vaso para después comerme la cabeza buscándole sentido al derramamiento.
Confieso que la gente parca e inexpresiva me pone nerviosa. Desconfío de la contención excesiva. A menudo, cuando hablo con alguien serio y acartonado, parece que le estoy poniendo atención, pero en realidad estoy sacudiéndolo mentalmente. Porque yo sí creo que hay que explotar de vez en cuando, hay que reírse duro y llorar aún más duro. Hay que emocionarse con las cosas que nos gustan, salirse de la ropa y del pellejo porque vivir —lo que se dice vivir, con todo lo malo y lo bueno que ello implica—, es una experiencia tan increíble que me resulta insólito pensar que la mera piel pueda contenerla. Intento vivir hacia adentro y hacia afuera.
Cuando voy al campo observo a mis perros correteando a los caballos, retozando en los charcos y en la hierba, ladrando como si la vida se les fuera en ello, mordiendo a quien les genera desconfianza y me doy cuenta de que quiero ser como ellos: sin máscaras, sin disfraces, sin emociones escondidas, todavía un poco salvajes como cuando los rescatamos de aquella playa hechos un manojo de huesos y pulgas y les prometimos amor y comida a cambio de un trozo grande de su libertad. Total no soy tan diferente. También he renunciado a muchas de mis libertades para sentirme cómoda y amada. Aun así recomiendo, de vez en cuando, darse el lujo de explotar y derramarse, eso sí, sepan que después toca ponerse de rodillas humildemente para recoger los pedazos y limpiar el desastre que ha quedado.