viernes
0 y 6
0 y 6
Me acuerdo cuando mi abuelita me servía café con leche antes de dormir. Me acuerdo del primer tinto negro que probé cuando era mesera. Me acuerdo de la mezcla universitaria que usábamos para alargar las jornadas de estudio con tinto y coca cola.
Me acuerdo cada mañana de mi primer impulso por tener esa bebida negra, amarga con notas de miel, flor de azahar y eucalipto que contiene el empaque de mi favorito. Miel. La miel me acuerda del pasaje del último libro de Michael Pollan, This is Your Mind on Plants. Cuenta que los académicos estaban desconcertados porque habían hallado cafeína en los néctares de algunas especies diferentes a la Coffea, el género del café. No entendían para qué, hasta que empezaron a observar el comportamiento de sus visitantes, las abejas. Vieron cómo las flores que tenían cafeína recibían más visitas de las abejas que las que no tenían esta sustancia. Pienso en mi novio, que desde que estamos juntos necesita una tacita de café cada mañana y sonrío. Pienso que a lo mejor fui tan lista como las plantas con cafeína. Con esa pequeña artimaña hemos logrado que nuestro polinizador nos necesite.
Y me acuerdo entonces de la fascinante pregunta que se hace Pollan en su libro sobre la planta del café ¿la hemos explotado nosotros o nos ha usado ella para expandirse por el mundo?
Este arbusto de pepitas rojas pasó de estar en algunas esquinas del Cuerno de África y de Arabia a tapizar más de diez millones de hectáreas por el planeta. La deseamos por su habilidad de alterar nuestra consciencia. La cafeína incrementa la concentración de noradrenalina, serotonina y dopamina, un coctel que altera nuestro ánimo, atención y memoria. La dopamina es, por su parte, el neurotransmisor más estudiado en las drogas de abuso. Nos despierta el deseo de consumir más.
Aunque numerosos estudios respaldan las bondades del café y es difícil ponderar si pesan más sus virtudes que sus males, lo que es único en la cafeína es la forma en que interviene con el sueño. Desde que la curva de los Starbucks empezó a elevarse en el mundo, a su par crecimos los insomnes (Why We Sleep). Gracias a esta sustancia, o por culpa de ella, fuimos capaces de romper el ciclo circadiano que nos apagaba en la noche y nos activaba en el día. Con estos granos, llegó el coffee break, que nos hizo aguantar jornadas más largas: físicas y nocturnas. No es coincidencia que nunca hayan sido prohibidos en las oficinas ni el café ni el tiempo que le dedicamos a consumirlo.
Todavía me acuerdo de la primera vez que alguien me llamó adicta por tomar café. Reí por la ocurrencia. Y recuerdo aún con más fuerza cómo esa risa se convirtió en dolor de cabeza, letargo, fatiga, dificultad para concentrarme y malgenio feroz, días más tarde cuando intenté demostrar que el café no era una droga