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Ser de izquierdas es agotador. Primero, porque va en contra de la naturaleza y del progreso. Segundo, porque de tanto llevar la contraria a la lógica termina uno por convertirse en un “tocapelotas” ideológico. Y es que los dogmas de la izquierda son del grosor del Talmud. Y cuanto más extremos, más volúmenes incluyen. No niego el atractivo del discurso: la búsqueda del Santo Grial de la igualdad entre todos los seres humanos. Lo firmo. Este acto de rebeldía contra natura por el que se pretende dignificar al ser humano por encima de la estricta selección natural atrae al más pintado. Yo mismo caí en sus redes durante mis años en la Facultad de Ciencias Políticas, donde se cocía por entonces el surgimiento de Podemos, el chavismo-populismo comunista sin petróleo de estas tierras. Pero el hechizo hipnótico duró un suspiro. Mi edulcorado paso por el lado oscuro se apagó en cuanto caí en la cuenta de que es imposible erradicar “de raíz” el mal del mundo. Por eso, como siempre hay aprovechados, chorizos, caraduras y destripadores, el camino de esa igualdad debe de estar tutelado por un Estado omnipresente en una ecuación en la que cuanta más igualdad se pretende lograr más férreo debe ser el control del poder. Entonces se me reveló la verdad: el “hobbesianismo” del hombre es un lobo para el hombre, en el que el deseo, la pasión y la acción mueven el mundo, es la mayor aproximación filosófico-política a la realidad y, por tanto, la meritocracia liberal es el camino.
Porque en ausencia de un mundo perfecto, dado que el mal siempre va a existir, lo correcto no es negar la realidad sino combatir dicho mal, apartando y encerrando a quienes no aceptan la lógica del trabajo, según la cual el ingenio y el esfuerzo son los mayores motores de la igualdad. Evidentemente, el mal no conoce de ideologías por lo cual hay enemigos de la meritocracia a diestra y a siniestra. El mundo es tan diverso que encontrarán mangantes cubiertos de oro dándoselas de pulcros y asesinos de comunión diaria, pero también a charlatanes de la igualdad capaces de vender a su propia madre por dinero, de tener a la empleada del hogar sin contrato y con un sueldo esclavista y de defender genocidios como el soviético o éxodos como el cubano o el chavista sin balbucear.
Y puestos a combatir el mal, mejor hacerlo sin medias tintas. Con todos los derechos, pero sin prejuicios. Porque el mal opera como una gangrena o como el cáncer: o se erradica o volverá por nosotros. Así que no puedo por menos que celebrar que el Senado colombiano haya rubricado por unanimidad, con 73 votos a favor y ninguno en contra, la cadena perpetua para aquellos que cometan delitos sexuales contra menores de edad.
Al parecer, 30 senadores se ausentaron de la votación en protesta al tumbarse un recurso que solo pretendía dilatar el proceso de aprobación. Para empezar, las protestas políticas deberían ser argumentadas públicamente porque al “ausentarse” se transmite la idea equivocada de que los Parlamentos no sirven para nada, por lo que quienes proyectan esa idea debieran renunciar al cargo y dejar de cobrar y, segundo, porque la ausencia injustificada de cualquier trabajador de su puesto es motivo de sanción.
Para los senadores por Unidad Nacional Roy Barreras y por Colombia Humana Gustavo Petro, firmes oponentes a la nueva ley, la tramitación de la misma ha “violado la Constitución” y es, además, una norma peligrosa. Estoy seguro de que ambos senadores quieren lo mismo que quienes han aprobado la cadena perpetua para los pederastas sangrientos y demás alimañas que cercenan la sacrosanta pureza de la infancia. Solo que de tanto llevar la contraria a la lógica ya no saben ni lo que hacen. Es lo que tiene el dogmatismo, que te “encachimbas” hasta perder el juicio.