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Por una sola vez en la historia de cada niño tenía que llegar una bicicleta. Si faltaba el artefacto lúdico, los traídos quedaban marcados por una incompletud dolorosa.
Por Juan José García Posada - juanjogp@une.net.co
Ya es tiempo de informarle al Niño Jesús qué espero que me traiga en la noche feliz del día más largo del año, el 24 de diciembre. Antes el envío de la solicitud podía cumplirse a mediados del mes, el 16, cuando empieza la Novena de Aguinaldos al pie del Pesebre. Es tanta la competencia y es tan desbordado el afán de la gente, que lo más prudente es adelantarse, porque Navidad y Diciembre ya tocan las puertas de recuerdos y sentimientos y nos reviven la ilusión de volver a la infancia. La lista de pedidos es corta y sencilla. Como siempre, incluye un libro, una linterna, un juguete y ropa.
La linterna ha tenido importancia superlativa. Basta con destacar el poder transformador de la luz, sin más explicaciones redundantes, y la ayuda que nos brindó hace tiempos para jugar con el código Morse en las transmisiones a lo largo del corredor de la casa y en los campamentos de los scouts. La ropa ha sido también un componente obvio del conjunto soñado de regalos, desde aquel tiempo en que estrenar bluyines era un acontecimiento. El juguete podía ser un automóvil de cuerda y de luces, un carro de impulsión o de control remoto, o un mecano. Por una sola vez en la historia de cada niño tenía que llegar una bicicleta. Si faltaba el artefacto lúdico, los traídos quedaban marcados por una incompletud dolorosa.
Y el libro, podía ser un ejemplar de la colección juvenil de relatos deliciosos de Julio Verne, o la monótona e interminable novela Quo Vadis, de Henryk Sienkiewicz, y rara vez la obra de algún colombiano famoso, aunque no aparecían los escritores locales o los nacionales en las vitrinas de las tres o cuatro librerías que visitaba en vísperas de Navidad el atareado hijo de José y María, que, por lo visto, ya sabía leer las listas de peticiones de sus devotos y ya podía visitar haciendo compras prodigiosas en el comercio de aquel entonces, todavía sin haberse representado su nacimiento en la Misa de Gallo.
Ya tengo el título del libro que me ilusiono con leer desde la mañana festiva del 25 de diciembre. Apenas lo enuncio en una suerte de sobrevuelo por sus páginas. Tengo la convicción íntima de que es una obra digna de compartírselas a los buenos lectores. Hablo de Pondré mi oído en la piedra hasta que hable, la novela más reciente de William Ospina, dedicada a narrar e interpretar la vida de nadie menos que Alexander von Humboldt, el notabilísimo padre de la ciencia geográfica y pionero del acceso del Nuevo Mundo amerindio en la modernidad. Después de Guayacanal, Ospina, en mi concepto modesto de lector empedernido, se consolidó como un novelista de clase, además de su calidad poética y su condición de ser el ensayista de mostrar que tenemos en nuestro país. Además de paz, alegría, bondad y prosperidad, todo eso le pido desde ahora al Niño Jesús.