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Álvaro Uribe Vélez no es solamente un político astuto, frío y cínico, es también creador de impactantes términos políticos. Ha acuñado expresiones como: “estado de opinión”, “de seguro, esos muchachos no estaban recogiendo café”. Ahora introdujo el término “revolución molecular disipada”, basándose en el neonazi chileno Alexis López, quien a su vez se apoya en el filósofo francés Félix Guattari. A este lo utiliza para construir una estrategia a fin de enfrentar con la fuerza militar del Estado a los movimientos sociales contemporáneos.
Con la idea de “estado de opinión” buscaba poner a un lado el sistema de frenos y contrapesos, establecido en la Constitución, para darle paso a la participación ciudadana en formas de democracia directa, lo cual en su momento le sirvió para justificar, inconstitucionalmente, su segunda reelección. Objetivo que no logró de facto, pero que de hecho realiza a través de la imposición de un presidente espectáculo, sin capacidad para gobernar y sometido a su poder y decisiones, en su mayoría contrarias al Estado de derecho, como las que ha desplegado en este paro mediante tuits, incitando a la violencia y la militarización de las ciudades.
¿Pero qué es este esperpento de la “revolución molecular disipada” con el que López Tapia adoctrina a los altos mandos en las aulas del ejército para que detengan la “llegada del comunismo”? La “revolución molecular disipada” construye una narrativa en la que parte de decir que las injusticias y pobreza que existen hoy en Latinoamérica, no son más que ficciones creadas por una izquierda radical que busca tomarse el poder. Así concluye que la acción política que se ha dado en Chile, Ecuador y ahora en Colombia, en protestas pacíficas, resistencia civil y violencia, es expresión de una violencia irracional emprendida por jóvenes adoctrinados, manipulados, que han renegado de los valores sociales, y que están listos para ser activados en la ruta hacia el comunismo.
Esta narrativa, construida por el neonazi López y puesta en práctica por la ultraderecha colombiana, niega el valor de verdad de otra narrativa que afirma que en Colombia ha fracasado el proyecto de construcción de una sociedad justa, democrática, igualitaria. Ha fracasado, no porque los 21 millones de personas pobres que hay hoy en Colombia, sean responsables de su pobreza, sino porque esta élite voraz y criminal, en vez de permitir la estructuración de un Estado social de derecho, convirtieron el Estado, soportados en el militarismo y el paramilitarismo, en un sistema absolutamente inequitativo de distribución de la riqueza. Los súper-ricos (decil 10) concentran el 95,4 % de la riqueza total de las personas jurídicas del país, mientras que el decil 1 de los más pobres aglutinó tan sólo el 0,001 % (Garay). El aplastamiento de la segunda narrativa por la primera significa que el conflicto y su regulación se hacen en el lenguaje estatal de guerra y violencia de la primera, mientras que la injusticia que sufre la sociedad excluida no se visibiliza en el lenguaje del Estado, —es borrada, desaparecida—