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El hecho de que la sociedad colombiana esté tan profundamente dividida, que las dos partes estén totalmente polarizadas, cada una con una visión del mundo completamente diferente a la otra, y que sus miembros están tan segregados socialmente, tanto que raramente interactúan, ha generado dos cosas: la desaparición de la tolerancia mutua y el surgimiento de grupos antisistema que rechazan las reglas democráticas.
“Cuando esto sucede la democracia está en problemas”, escriben Levitsky y Ziblatt, en su reciente libro Cómo mueren las democracias. Y complementan: “Nunca habíamos pensado que nos haríamos esta pregunta”. Y David Runciman en su libro How democracy Ends, complementa: “Es claro que llegaría el día en el que la democracia sea historia”. Estamos viviendo una época de retroceso de la democracia y Colombia ya hace parte de este turbulento camino.
La crisis de la democracia es un fenómeno global que ha producido cambios en sociedades que en el siglo veinte, después de las dos guerras mundiales, se consolidaron como Estados sociales de derecho, economías de mercado, y miembros de una comunidad internacional orientada al cumplimiento de los derechos humanos.
En Europa, el giro de la democracia hacia el populismo de derecha y el autoritarismo se produjo el 24 de junio de 2016, cuando los británicos decidieron en un referendo abandonar la Unión Europea. Esto constituyó el inicio de un proceso regresivo hacia la idea de la nación y el nacionalismo, bajo la bandera de la autodeterminación nacional.
En Holanda, Bélgica, Francia, los países escandinavos, Alemania, Austria, Hungría, Polonia ganaron en los últimos años las elecciones o llegaron al parlamento partidos de ultraderecha con consignas populistas y nacionalistas. Ellos afirman que están contra el establecimiento y la burocracia europea en Bruselas, niegan la legitimidad de los partidos establecidos, atacándolos por antidemocráticos y antipatrióticos, aseveran que la democracia representativa no es realmente una democracia, sino una institución acaparada por una élite corrupta y prometen derrotar esa élite y retornarle el poder al pueblo.
Este proceso se profundiza aún más, como pudimos ver en las recientes elecciones europeas, en las cuales dos países de profunda tradición democrática amenazan con romper filas: Francia con Marine Le Pen, e Italia con el partido de derecha Liga Norte. Así, el proyecto de la Unión Europea, que no es solamente un mercado común y un proyecto social, sino el resultado de la superación de terribles guerras, enfrenta su definitiva batalla: unión o desintegración, es decir, democracia o nacionalismo.
El otro gran problema para la democracia se produjo el día en el que Trump ganó las elecciones presidenciales en EE.UU., pues rompió de forma radical con las premisas básicas del liberalismo democrático. Respeta la expresión democrática del pueblo en las elecciones pero desconoce el Estado de derecho, la división de los poderes y los derechos humanos. Esta práctica política es denominada por algunos analistas iliberalismo democrático. En América Latina Bolsonaro (derecha) y Maduro (izquierda) representan esta nueva tendencia, que Jacques Rupnik define con el término “Demokratur”, es decir, democracia sin liberalismo.