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Columnistas | PUBLICADO EL 17 noviembre 2022

Decadencia

Desde la camioneta que me recogió en el aeropuerto vi las fachadas de los edificios, el estado de las calles, de los parques y de los puentes que aún no se han caído y tuve que esforzarme para no ponerme a llorar.

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

Leí Grandes esperanzas desde muy niña y todavía tengo en mi mente la imagen de Miss Havisham vestida de novia frente a una opulenta cena. Lo que no cuadraba en la historia era que la comida estaba descompuesta y la casa llena de grietas y telarañas. Aquella mujer no era más que una anciana negándose a aceptar que la habían dejado plantada el día de su boda. Ese fue mi primer contacto con el concepto de decadencia. Años después, al leer El mono gramático, me di cuenta de que Octavio Paz sentía ese mismo tipo de fascinación por las cosas cuyo lustre es borrado por el tiempo. En el libro, el autor describe con detalle un paraje en la India llamado el Camino de Galta. Hubo un tiempo en que estuvo rodeado de palacetes y templos tan majestuosos que, ni con dinero ni con oraciones, fueron capaces de sostenerlos y entonces empezaron a derrumbarse y fueron tomados por todo tipo de animales. De nuevo, la escena me impactó tanto que años después viajaría a la India a recorrerlo. Fue entre extraña y fascinante la sensación de caminar a lo largo de construcciones bellas y deslucidas plagadas de gatos, de perros esqueléticos y de murciélagos. Los ratones se asomaban por todos los rincones y un montón de micos me persiguió hasta intimidarme. Había vacas andando libremente por todas partes y rumiando hierba con una tranquilidad pasmosa.

Viví en carne propia la decadencia cuando mataron a mi padre y la casa en la que vivíamos empezó a caerse. Al principio nosotros mismos pintábamos las paredes, reparábamos las grietas, podábamos los árboles, ahuyentábamos los animales, luego nos cansamos. No es raro que mis dos novelas ocurran en casonas grandes que son devoradas por la vegetación después de que el patriarca desaparece. Dime qué te obsesiona y te diré de qué escribes. Por eso tengo que escribir sobre Caracas.

La excusa para ir fue una invitación que me hicieron a un evento literario. La verdad, quería ver las guacamayas sobrevolando la ciudad. Desde la camioneta que me recogió en el aeropuerto vi las fachadas de los edificios, el estado de las calles, de los parques y de los puentes que aún no se han caído y tuve que esforzarme para no ponerme a llorar. Atendí mis compromisos con la feria y, de resto, pasé los días deambulando por calles atestadas de gente rebuscándose la vida. Mi amiga, la escritora venezolana Pamela Rahn ya me había advertido: «El país está raro, la gente se cansó de todo, ya casi no existe gobierno, nos gobernamos nosotros mismos». Mientras caminaba pensé en ella, en todos mis amigos venezolanos que ya no pueden vivir allá y en la capacidad de resistencia de los que permanecen. Miraré con ojos más compasivos a los venezolanos que hoy viven en Colombia. Concluí que la decadencia es fascinante en la literatura y en los viajes, pero es dolorosa cuando te toca vivirla a ti y no tienes la libertad para impedir su avance. Me regresé a Colombia muy triste y no propiamente por no haber visto ni una sola guacamaya.

Sara Jaramillo Klinkert

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