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No es malo tener una ideología, ni es malo trabajar para un gobierno que ayudaron a elegir. Lo que molesta es la hipocresía, lo que enerva es darnos cuenta de que sus principios no eran sólidos y que sus luchas no fueron sinceras.
Por Daniel Carvalho Mejía - @davalho
Eran otros tiempos, parecen ya tan lejanos: las redes y las calles se llenaron de ciudadanos movilizados; las razones eran legítimas, las causas eran nobles. Los movía la preocupación; había empatía, primaba la indignación.
Numerosos líderes digitales, sociales y sindicales, de manera elocuente y vehemente, luchaban por los derechos, por la educación y la salud; denunciaban con razón los errores de los gobiernos anteriores en materia de corrupción y nepotismo; contaban masacres y asesinatos; vigilaban con celo las incoherencias que hallaban en las carreras diplomáticas y las contrataciones públicas; se mostraban como grandes defensores de la separación de poderes y de la Constitución de 1991.
Eran tiempos de llamados histriónicos a una dignidad que, decían, iba a volverse costumbre. Parecían tan sinceros. Su épica nos invitaba a aplaudir la idea de que, finalmente, la sociedad civil y la juventud eran conscientes de su importancia como actores de nuestra democracia. Poco a poco, las legítimas expresiones ciudadanas fueron cambiando su cara. Dejaron de ser espontáneas; se convirtieron en bodegas: pasaron a ser estrategias electorales pagas, a menudo amplificadas a través de sitios y cuentas falsas. Y cuando justificaron públicamente que sus intereses les permitían mover la línea ética, ya no hubo marcha atrás.
Ahora priman las mentiras espectaculares; la difamación es un arma corriente y los ataques personales nuestro pan de cada día. Los susodichos líderes primero callaron; luego mintieron una y otra vez, hasta que se les hizo costumbre el doble rasero. Hoy comparten mesa con afamados corruptos; los escuchamos atacar a las instituciones; leemos a diario sus acrobacias para justificar lo que antes criticaban; los descubrimos disfrutando de palcos junto a personajes infames y gozando de interesantes contratos con el estado. Siguiendo el ejemplo del líder supremo, los vemos promover de forma peligrosa y amenazante la cancelación de ciudadanos que de manera argumentada se atreven a criticar al gobierno.
No es malo tener una ideología, ni es malo trabajar para un gobierno que ayudaron a elegir. Lo que molesta es la hipocresía, lo que enerva es darnos cuenta de que sus principios no eran sólidos y que sus luchas no fueron sinceras. Su grandilocuente preocupación por el país se convirtió en una búsqueda mezquina por mantener los beneficios personales; su empatía se volvió insensibilidad ante la injusticia social, las masacres, la desaparición de líderes sociales, el desplazamiento, la intolerancia; su indignación se hizo indigna. Pasaron de tener todas las soluciones a tener todas las excusas. La máscara cayó bajo el peso del dinero. Hoy las bodegas no lloran, las bodegas facturan.