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Nos queda el consuelo de que seremos ruinas, de que todo quedará reducido a poco, seremos apenas vestigios, si acaso un espejismo. Le preguntaron a 5000 personas acerca de en qué confiaban y respondieron que prácticamente en nadie o en ninguna institución. Se rajan los medios, el Gobierno, los partidos, los políticos y un largo etcétera al que podríamos añadir los alimentos, las vacunas, el aire o el mar. Coincido con ellos, en este país cada proyecto o institución es ruina antes de nacer, quizás deberíamos considerar las ruinas y no la arquitectura como una profesión, nos hemos encargado de desbaratar y desarmar y no de construir, a ratos parece que soñar es más que una utopía.
Como dijo mi amigo Juan, todo me aterra y nada me sorprende. Y en eso se nos va la vida, en aterrarnos unas horas para seguir bailando la siguiente porque nos hemos habituado a casi todo. Algunos piensan que en media hora se decide el mundo y que 30 minutos pueden ser la medida de la eficiencia, y que la sensibilidad entorpece los procesos, olvidan que la Biblioteca de Alejandría no es el esfuerzo de un día y que las escuelas filosóficas son el resultado de largas conversaciones tanteando el infinito, porque no solo somos lo que hacemos, somos sobre todo aquello que conversamos.
Me aterra lo que contemplo del mundo, pero no me sorprende. Rechazamos las vacunas, negamos el virus, exigimos ciertas marcas a pesar de la gratuidad, abandonamos la fila como si ser de cierto rebaño fuese una vergüenza o no garantizase inmunidad, en minutos somos autoridades en inmunología. Aterra sabernos exportadores y mercaderes de la muerte, que vayamos por el mundo dejando regueros de orfandad y horror, saber que la tanatofilia sea parte esencial de nuestro ADN y que parezcamos condenados a deambular en esta Babel de incomprensión. ¿Sorprende? Casi nada.
Aterra que exijamos a otros leyes que somos incapaces de cumplir aquí, que se nos nieguen derechos constitucionales mientras los políticos y las instituciones de control se mofan de quienes los hemos elegido, aterran las mentiras de tantos, las instituciones cooptadas, los contratos asignados a dedo, el cinismo de quienes nos gobiernan, la regularización del escándalo y la mentira, y la elasticidad en la interpretación de las leyes de parte de los llamados a impartir justicia. Aterra el silencio de los líderes frente al caos reinante, pero apenas nos sorprende porque nos hemos habituado a despertarnos con el asombro como abrigo.
Aterran los ríos de agua y destrozos que recorren el mundo, el calor que hace arder la tierra y enciende los países, que haya Estados que impidan la navegación por el ciberespacio creyendo que así se limpia la información y se ignoran sus desmanes, aterran la arrogancia y el desprecio frente al hambre ajeno, que un pedazo de comida sea la radiografía de la mezquindad y ejemplifique lo peor de esta raza de la que somos parte, que cientos de emprendedores y creativos resulten sacrificados por la maldad de quien se dice amiga de los animales pero estalla fuegos artificiales para celebrar su éxito como si fuese la alborada del horror. ¿Sorpresa? Ninguna