Pico y Placa Medellín
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Por Aldo Civico - @acivico
Colombia atraviesa momentos en los que la política vuelve a impregnarse de pólvora y temor. No se trata de exageraciones: en un lapso de menos de quince días hemos presenciado el asesinato de un precandidato presidencial, amenazas dirigidas a un alcalde y otros líderes locales, así como una condena judicial contra un expresidente que ha dejado huella en la historia del país. Estos tres eventos, en conjunto, marcan el inicio de una turbulencia política que ya creíamos superada.
El asesinato de Miguel Uribe Turbay representa más que una tragedia para su familia; es un indicativo de que la violencia hacia figuras públicas no es un recuerdo del pasado, sino una amenaza latente. Que en pleno 2025 un senador pueda ser agredido y fallecer a causa de sus heridas, mientras los autores intelectuales permanecen ocultos, revela la fragilidad de la democracia colombiana. No es suficiente con capturar al autor material: el país demanda conocer quién orquestó y financió este crimen, y que la verdad se revele en su totalidad, sin recortes ni intereses ocultos. Por otro lado, la condena a Álvaro Uribe ha encendido una llama política difícil de extinguir. No se trata únicamente de un proceso judicial; es un símbolo de cómo la ley puede ser utilizada como un arma para atacar a unos y proteger a otros. Para millones de colombianos, lo sucedido no es justicia, sino un acto de venganza política. Resulta imposible exigir confianza en las instituciones si no se garantizan decisiones imparciales, libres de presiones y sesgos ideológicos. A esto se añaden las noticias provenientes de Medellín: se han planeado ataques contra Federico Gutiérrez, su secretario de Seguridad Manuel Villa y los concejales Andrés Tobón y Claudia Carrasquilla.
No podemos analizar estos eventos como si fueran incidentes aislados. Forman parte de un patrón que Colombia conoce demasiado bien: cuando la política se convierte en un campo de batalla y la justicia en un instrumento político, el resultado es un país atrapado en un ciclo de odio y represalias. El lenguaje se vuelve más agresivo, la opinión pública se fragmenta en trincheras y la violencia encuentra justificación en el discurso del adversario. Lo más alarmante es que el poder, en lugar de encabezar un esfuerzo por desactivar este clima de tensión, parece resignado a convivir con él y hasta alimentarlo. En la política colombiana, la polarización no es solo una consecuencia, sino también una estrategia. Y en un país donde la memoria de magnicidios, persecuciones y atentados sigue viva, jugar con ese fuego es una irresponsabilidad histórica.
Colombia necesita certezas, no manipulaciones. Necesita que los crímenes contra líderes políticos se investiguen con pruebas sólidas y que se identifique, sin titubeos, a quienes ordenan y financian esos actos. Necesita que la justicia sea equitativa para todos, y no un arma que se utilice según la conveniencia del momento. El país hoy necesita seguridad. Colombia históricamente ha pagado un precio demasiado alto por el perverso bucle de violencia, impunidad, polarización, y alianzas mafiosas. Repetir la misma historia, es imperdonable.