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Faltan pocos episodios de barbarie para que a este país se le atribuya como cualidad distintiva la insensatez, la irracionalidad primitiva. El eslogan turístico dice que Colombia es pasión. ¡Pero qué pasión, tan desbordada, cavernaria y destructora, la que se manifiesta en acciones como las que se han perpetrado en estos días! Nos hacen sentir vergüenza, así las cometan individuos que no son representativos de las mayorías pero demuestran capacidad de daño inconmensurable. No valen excusas ni atenuantes. Y en todos los lugares del mundo, incluidos los más civilizados, hay desbordamientos del odio, la crueldad y demás bestialidades. Ninguno se escapa.
Así como no es rara ni única la vulgaridad troglodita de la iconoclasia sin ton ni son. Estatuas, monumentos, joyas arquitectónicas de la antigüedad, iconos de las culturas han sido arrasados por vándalos de todas las latitudes. Todos, presas de una obsesión por la estupidez de borrar fragmentos de la historia porque sí o porque no, para reescribirla partiendo de una tabla rasa y acomodar circunstancias y personajes a estilos y modos caprichosos de mentir.
En estos días, una de las estatuas derrumbadas fue la de nadie menos que Antonio Nariño, en la plaza mayor de la ciudad de Pasto. Y sucedió nada menos que el 3 de mayo, Día de la Libertad de Prensa. Qué paradoja. El precursor, el traductor del francés de los Derechos del Hombre, el orientador de periódicos de fuerte carga ideológica libertaria, el comentarista del Papel Periódico fundado por Don Manuel del Socorro, el creador de La Bagatela y de la tertulia El arcano de la filantropía. En fin, el fundador del periodismo político y de opinión en la Nueva Granada, víctima en la posteridad de una suerte de ajuste de cuentas, si se conjetura que el motivo principal habría podido ser el aborrecimiento que se le ha profesado desde la época en que le ayudó a Bolívar en la campaña libertadora del sur y como cabeza del ejército patriota fue derrotado y apresado tras la batalla de Los ejidos de Pasto, por las tropas que mantenían fidelidad al Rey de España.
Los bárbaros que tumbaron la estatua de Nariño no sabían qué estaban haciendo. La ignorancia de la historia sigue de moda. Si hubieran sabido de quién se trataba, cómo su vida fue de tremendos sacrificios y gran parte la pasó en prisión, no habrían cometido semejante imbecilidad. El hombre pasó a llamarse civilizado cuando cambió la piedra por la idea, y por el verbo, por el argumento, y la escritura, para dejar constancia de la historia real. Imponer falsas verdades como históricas es la marca de identidad del pensamiento totalitario, que le ajusta cuentas bicentenarias al mentor y luchador del periodismo libre