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Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiano.com.co

Los libros y los hijos

Si la relación que establece un autor con su obra es comparable con el amor que ostenta una madre por su hijo, yo estaría lejos de encarnar lo que se presupone debe ser un buen papá.

30 de octubre de 2024
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  • Los libros y los hijos

Por Andrés Restrepo Gil - opinion@elcolombiano.com.co

Aunque espero haber disimulado la propia vergüenza y la punzada interior, la confesión que me hizo mi padre no dejó de ser dolorosa: “no entendí el libro”. Supongo que para mi padre fue igualmente difícil reconocer que el libro que había acabado de publicar su hijo no lo había entendido y, en su nobleza, ajustó su afirmación, intentando salvarme, diciendo: “quizá sea un libro para personas que hayan estudiado lo mismo que usted”. Dicha confesión, en gran medida, explica la relación distante que he impuesto entre lo que he podido escribir, por un lado, y yo, por otro.

Al menos dos o tres veces he escuchado a escritores afirmar, con una sospechosa convicción, que los libros publicados son como los hijos. En el trasfondo de su declaración, o por lo menos esta es mi interpretación, se halla la alegría de la publicación y el amor por las propias obras. Tales declaraciones, seguramente, procuran ofrecer una idea de lo que el autor puede llegar a sentir por su obra, comparándolo incluso con, quizá, una de las manifestaciones más transparentes del amor: el de la madre o un padre hacia un hijo o una hija.

Como no soy padre, no podría asegurar que, en efecto, publicar un libro tenga alguna relación con parir un hijo. Si bien no me ha faltado felicidad al palpar mis libros entre mis manos y ver en papel los esfuerzos de convertir mis pensamientos en palabras, debo confesar que no he sentido nunca un amor, que otros sí suelen ostentar, por los dos libros que he tenido oportunidad de publicar: Tumbas en Movimiento y El Desprecio y sus Destrezas. Creo sinceramente que, si los libros son como los hijos, yo sería un pésimo padre. Si la relación que establece un autor con su obra es comparable con el amor que ostenta una madre por su hijo, yo estaría lejos de encarnar lo que se presupone debe ser un buen papá.

Yo prefiero pensar que los libros publicados ya no me pertenecen y que, tras su publicación, han dejado de ser míos. Huérfanos y sin amparo, mis libros, aun con mi nombre, aun con mi autoría, ya no son mis libros. Esto no es, sino una declaración cobarde: no quiero hacerme cargo de los propios errores y me cuesta hacerme responsable de las imprecisiones que no logré detectar y que nunca fui capaz de corregir.

Lo cierto es que la publicación de una obra conlleva la idea de que, implícita y falazmente, el libro está terminado. Nada de eso. Ni terminado, ni completo. Con la intención de no dar las mismas vueltas sobre las mismas ideas, para continuar e intentar escribir sobre otras hojas o ir hacia otras páginas, uno debe enviar el último borrador. Y ese borrador, como lo dijo un escritor argentino, es el que se publica. En últimas, al abdicar la autoría, pretendo evadir la responsabilidad de los desaciertos, procurando con ello menguar la vergüenza de un hijo que escribe líneas que su padre no entiende.

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