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Hoy, más que nunca, Colombia debe recuperar el sentido de estrategia, lejos de la improvisación.
Por Jimmy Bedoya Ramírez - @CrJBedoya
Colombia enfrenta un riesgo real de desertificación en 2025: no por decisiones externas, sino por la consecuencia natural de sus propias omisiones. La estrategia antidrogas del país se muestra hoy desalineada de la evidencia de los datos críticos, quedándose atrapada en una inercia que agrava los problemas en lugar de solucionarlos.
El informe de monitoreo de cultivos de coca 2023 (UNODC) revela datos que no admiten matices: el área sembrada creció un 10%, y alcanzó las 253.000 hectáreas, la producción potencial de cocaína pura aumentó un 53% situándose en 2.664 toneladas métricas. Al mismo tiempo, la erradicación manual forzosa cayó en más de un 70%. ¿Cómo explicar a nuestros aliados que esperamos resultados distintos si persistimos en acciones inocuas? Estados Unidos no desconoce los desafíos de una política de drogas más humana y sostenible, sin embargo, los resultados duros —áreas erradicadas, toneladas incautadas, territorios recuperados— son los lenguajes que dominan la cooperación internacional.
Colombia ha apostado por un cambio de paradigma en la lucha contra las drogas, pero ha olvidado acompañarlo de una estrategia de resultados medibles. La narrativa de sustitución voluntaria, desarrollo alternativo y enfoque de salud pública suena bien en foros multilaterales, aun así tropieza con la realidad: enclaves productivos cada vez más fuertes, mayor especialización criminal y economías locales íntimamente atadas al narcotráfico.
¿De qué sirve una visión progresista si los hechos que la sostienen son escasos y dispersos? ¿Cómo defender la soberanía nacional si los vacíos de presencia estatal son ocupados por economías ilícitas? En este escenario, la desertificación sería solo el síntoma visible de un colapso más profundo: la pérdida de legitimidad de Colombia como socio confiable en la lucha contra las drogas.
Los costos de esa desertificación serían brutales: pérdida de cientos de millones de dólares en cooperación internacional, debilitamiento operativo en lucha contra el crimen organizado, aislamiento diplomático y una afectación reputacional que costará años reparar.
Como advierte el último informe de monitoreo (2023), “el cultivo de coca y la producción de cocaína continúan siendo una amenaza para la conservación de la diversidad biológica y cultural”, y también lo son para la estabilidad política y la viabilidad económica de nuestras regiones.
Una reacción inmediata y estratégica es urgente. No basta con reafirmar principios se requieren acciones concretas como recuperar control territorial en regiones críticas, reactivar con fuerza la erradicación manual y la interdicción inteligente; fortalecer la cooperación judicial y operativa, y sobre todo, construir una narrativa internacional que demuestre con datos que el Estado no ha claudicado.
Para evitar que la historia pase factura en septiembre de 2025 —como ya ocurrió en 1996, cuando Colombia fue desertificada—, hay que mirar de frente el propio espejo y corregir el rumbo. No es una evaluación ajena, es el veredicto inevitable de las propias decisiones.
Hoy, más que nunca, Colombia debe recuperar el sentido de estrategia, lejos de la improvisación. El futuro no lo definirá un memorando de Washington, sino la capacidad del país para demostrar que sabe gobernarse con resultados, no solo con intenciones.