viernes
0 y 6
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Se despertó, como ya lo hacía desde varios días sucesivos. Semanas. A quién engañar, algunos meses. Abrió los ojos, y de nuevo, como rutina mecánica, comenzó a pasar imágenes por su cerebro. La meditación sirve cuando las preocupaciones no agobian hasta este extremo. Vio a sus hijos con lo suficiente para el desayuno, que mejor retrasarlo hasta el almuerzo para no hacer la noche tan agónica. Los vio en la necesidad de salir a la calle, a buscar con vecinos y después de negativas y unos kilómetros más, con desconocidos, la comida que en casa no se encontraba. Vio esas imágenes de cuerpos delgados, de ropa translúcida. Eso sí, gracias a las reglas de casa, sonrientes e impecables. Un roto en el zapato no degrada. Un mal sentimiento carcome. Los suyos, eran jóvenes impolutos.
Las imágenes pasaron a las suyas. Esa sucesión de eventos que lo llevaron a donde está. Ese trabajo que tenía. Que le daba esa oportunidad de entretenerse en el día. De querer agotarse hasta el cansancio y hacerlo de forma excelsa porque con él, lograba los medios para llevar a casa lo que hoy se añora. Ese ejercicio repetitivo, para algunos monótono, pero para este individuo, la oportunidad de superarse todos los días. De darse el lujo de sonreír mientras se ejecuta, porque que levante la mano quien no disfruta una gustosa jornada laboral. Y no, no era un trabajo de doctor, ni de ingeniero, no fue a la universidad para prepararse para ejecutarlo. Su oficio no requería esas “profesionalizaciones”. Requería mucho más: atención y esmero para hacer un trabajo manual con delicadeza. Con esa experiencia que domina el tiempo. Y más que eso, con amor. Alguien en algún lugar vestiría ese objeto confeccionado con tanto esmero. Y sí... caminando de regreso a casa con la fatiga en la espalda y ese gustoso cansancio en los dedos, logró en un par de ocasiones ver transeúntes lustrosos vistiendo elegantes sus obras de arte. ¡Qué orgullo! Nada igualaba ese sentimiento, ni una quincena que como el aire que se respira, entra y se va. Ese orgullo permanece dentro como un órgano, es para siempre.
Las imágenes fueron más atrás. Observó ese momento en que soñó ir a la ciudad, a vivir la modernidad y superar a sus padres para darle mejor futuro a su familia porque cómo no, la evolución de las especies de Darwin que no enseñan en la escuela rural, se palpita en el corazón. Sintió de nuevo esa corazonada que entonces le dijo, ¡vamos! Sin imaginarse que la ciudad podría ser un lugar tan árido y estéril como lo había encontrado. Sin imaginar que dormir sería estrecho, o que las guayabas de palos en las calles no servían para jaleas porque avergüenza cogerlas.
Cerró los ojos casi con violencia. Apretó puños todavía acostado. Presionó talones contra el colchón. Sintió la impotencia que venía sintiendo hace varios días sucesivos. Semanas. A quién engañar, algunos meses.
Hoy, como si fuera el niño que fue, y saboreando un café en agua de panela que alguna remembranza le traía, rezó para sí. Pidió con fuerza al Niño Jesús, a cualquiera que escuchara: un simple trabajo. No pedía ganarse una lotería, no lo necesitaba. Lo que añoraba era esa oportunidad de dar lo mejor de sí. De hacerlo con ese amor y esmero de siempre. De aprender a hacerlo todos los días mejor. Que su trabajo le ofreciera los medios para que su familia tuviera esas tres comidas y ese rato en la noche para conversar y reírse. Para hacer un resumen del día. Para tener la tranquilidad de que mañana como hoy, habría comida en la mesa. De que podrían ir a estudiar o al médico. De que tendrían un rato de ocio, unas vacaciones en un puente festivo largo. Un viaje al pueblo natal a visitar familiares y amigos. O mejor, a ese paseo de río en pueblo desconocido y cerrando faena con empanadas y aromática en la plaza. La vida es un cuento simple .