A simple vista, Lepanthes nasariana no parece una planta destinada a cargar con una tragedia. Crece discreta, casi invisible, aferrada a ramas cubiertas de musgo en bosques altoandinos, con hojas pequeñas y flores diminutas que solo se revelan a quien se detiene a mirar con atención. Como muchas orquídeas de alta montaña, vive en un ecosistema límite: frío, húmedo, preciso, donde cualquier variación puede alterar el equilibrio.
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La paradoja quedó documentada en el artículo Chronicle of a death foretold: Lepanthes nasariana (Orchidaceae, Pleurothallidinae), a newly described high-Andean orchid facing a worst-case climate change scenario, publicado recientemente en la revista científica PhytoKeys. Allí, los botánicos confirman que se trata de una especie nueva y, al mismo tiempo, que los modelos climáticos proyectan para ella uno de los escenarios más severos posibles: bajo trayectorias de calentamiento extremo, hasta el 96% del área climáticamente adecuada para Lepanthes nasariana podría desaparecer hacia 2090.
La historia de esta orquídea la cuenta Juan Sebastián Moreno, investigador de la Fundación Ecotonos y del Jardín Botánico de Cali, y autor principal del estudio, quien la encontró por primera vez en el municipio de Totoró, Cauca, y siguió sus rastros durante años en distintas cordilleras, comparando minuciosamente sus rasgos y reuniendo evidencia que le permitiera confirmar que no había sido descrita antes.
En EL COLOMBIANO hablamos con él sobre la decisión de nombrarla nasariana, en alusión a Santiago Nasar, el personaje de Crónica de una muerte anunciada, y sobre una inquietud incómoda: ¿qué ocurre cuando la ciencia puede anticipar el riesgo de extinción, pero la acción llega demasiado lenta?
¿Cómo fue el momento del primer hallazgo de la Lepanthes nasariana en Totoró y qué le hizo pensar que no se trataba de una especie ya descrita?
“La primera vez que la encontré fue en la vereda Chuscales, en Totoró. Era mi primera visita a ese sitio y me impresionó que todo era altoandino: un ecosistema extremadamente frágil y, al mismo tiempo, uno de los más amenazados en Colombia. Yo ya iba con la intuición —y la esperanza— de que allí podían aparecer orquídeas poco conocidas, especialmente Lepanthes, un género que en ese momento casi nadie estaba trabajando a profundidad en el país.
La planta estaba donde uno menos la espera: muy escondida, en ramitas bajas cerca de un chuscal. Y ese día no fue la única sorpresa: también registramos otra orquídea que luego se describió como Epidendrum totoroense, dedicada al municipio.
Con Lepanthes, uno aprende a “leer” detalles muy finos. Apenas la vi, me sonó a algo distinto: hojas inusualmente gruesas, casi suculentas; flores diminutas; y una forma particular de los pétalos, que son trilobados. Aun así, hice lo que siempre toca: colecté con cuidado, preservé flores en alcohol y luego comparé con bibliografía, ilustraciones y material de referencia. Esa combinación de ojo entrenado y verificación rigurosa fue lo que me llevó a pensar que estábamos ante una especie nueva”.
Entre ese primer registro y la publicación del artículo científico pasaron varios años. ¿Qué evidencias se fueron acumulando en ese tiempo para confirmarlo?
“Pasaron casi siete años, y la razón es muy realista: en Colombia la taxonomía muchas veces se hace a pulso, en los tiempos que dejan otros trabajos que sostienen la vida y los proyectos. Pero ese tiempo adicional también permitió reunir evidencia clave.
Primero, empezaron a aparecer confirmaciones independientes. Personas con experiencia en Lepanthes me escribían o me mostraban fotos diciendo: ‘Yo también la vi’. Eso ya sugería que no se trataba de un hallazgo aislado.
Luego llegó un punto decisivo. Robinson Galindo Tarazona, que en ese momento era director de la Regional Pacífico de Parques Nacionales, me consultó por una Lepanthes que habían encontrado en los Farallones, en sitios altos como Peñas Blancas y Alto del Buey, un área muy presionada por distintas amenazas. Ese registro fue clave porque mostraba que la especie no estaba solo en la Cordillera Central, sino también en la Occidental. Después se sumaron registros cercanos al Páramo de Las Hermosas, en Valle del Cauca, y más adelante otros en Riosucio, Caldas, entre varios más.
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En paralelo hice la parte más silenciosa, pero fundamental: revisar una y otra vez si ya existía una descripción previa. Comparé morfología floral, revisé literatura y contrasté con especies parecidas. Al final, la evidencia era doble: rasgos diagnósticos consistentes y múltiples registros confirmando que se trataba del mismo taxón. Ahí entendí que ya no era una posible novedad, sino una especie nueva, y además urgente de publicar”.
Entre ese primer registro y la publicación del artículo científico pasaron varios años. ¿Qué evidencias se fueron acumulando en ese tiempo para confirmarlo?
“Al comienzo yo quería hacer un modelo clásico de distribución, para entender dónde podía estar realmente la especie hoy. Eso ya era poco común, porque muchas especies nuevas se describen con muy pocos registros. De hecho, pensé en llamarla Lepanthes prodigiosa, precisamente por la cantidad de datos disponibles para una especie recién descrita.
Pero con el equipo —y con el apoyo de Nicolás Hazzi, Angie Herrera y Rubén Darío Palacio— dimos un paso más: proyectar la distribución hacia el futuro. Ahí apareció lo más preocupante, más allá del número final. Lo que se pierde no es solo área, sino estabilidad climática en microhábitats muy específicos. Este género no depende del ‘clima’ en general, sino de condiciones muy específicas de humedad y temperatura que, en alta montaña, cambian rápido y con consecuencias grandes. A tres mil metros de altitud, pequeños aumentos de temperatura o variaciones de humedad pueden volver inviable el sitio exacto donde vive.
Además, los modelos sugieren fragmentación y aislamiento. No es solo menos territorio, sino territorio más roto, con poblaciones más pequeñas y separadas, mucho más vulnerables a eventos extremos como sequías, olas de calor, cambios en el bosque o la pérdida de árboles hospedadores. En ecosistemas altoandinos, muchas especies quedan atrapadas en una especie de callejón sin salida hacia arriba: no tienen a dónde migrar indefinidamente.
De ahí surge la idea del “Efecto Nasar”: el desfase entre el ritmo al que cambia el ambiente y el ritmo al que logramos conocer, describir y proteger la biodiversidad. Dicho de forma simple, hay especies que, aunque existan hoy, ya tienen una extinción en curso si no actuamos. Muchas podrían desaparecer antes de siquiera ser descritas. No es un problema exclusivo de orquídeas, sino de otros grupos muy sensibles a temperatura y humedad en montaña. Lo dramático es que el planeta puede estar perdiendo diversidad invisible, porque todavía no alcanzamos a nombrarla”.
Precisamente, el nombre que eligió, Lepanthes nasariana, introduce esa idea de una “extinción anunciada”...
“Sí, elegí nasariana porque Santiago Nasar encarna una tragedia doble. Su muerte es pública, todos la conocen, pero él es el único que no alcanza a verla venir, y aun así el pueblo no logra detenerla. Esa tensión es la que me interesa.
Lepanthes nasariana puede verse tranquila hoy, pero la ciencia ya nos deja ver señales claras de riesgo futuro. El nombre intenta poner esa pregunta incómoda sobre la mesa: si ya sabemos lo que puede pasar, ¿vamos a ser espectadores o vamos a intervenir?”
Usted ha dicho que describir nuevas especies hoy es casi un acto de activismo. En la práctica, ¿qué cambia para una planta como esta el hecho de ser nombrada y descrita?
“Nombrar una especie no es solo un gesto académico. Es convertirla en algo que el Estado, la ciencia y la sociedad pueden reconocer y, por tanto, proteger. Una planta sin nombre es muy difícil de incluir en evaluaciones oficiales, planes de manejo, listados de amenaza, decisiones de áreas protegidas o procesos de licenciamiento ambiental.
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Cuando una especie se describe formalmente, queda un punto de partida: diagnóstico, ejemplares de referencia, información de distribución y una historia verificable. Eso permite monitorearla, buscarla de manera dirigida, priorizar sitios, activar proyectos de conservación y abrir puertas a financiación y alianzas. También ayuda a que comunidades, guardaparques y naturalistas sepan qué están viendo y por qué importa.
En ese sentido, describir especies hoy sí tiene algo de activismo. Es correr contra el tiempo para que la biodiversidad exista también en el mapa de decisiones. Porque lo que no se nombra, muchas veces no se cuenta, y lo que no se cuenta, no se protege”.