Cuando los delegados de 195 países levantaron la mano en París aquel 12 de diciembre de 2015, el mundo creyó haber sellado un pacto de supervivencia. Diez años después, las promesas de aquel tratado climático —limitar el calentamiento global por debajo de los 2 °C y, de ser posible, a 1,5 °C— se enfrentan a una realidad menos solemne y más urgente, pues el planeta acaba de atravesar su año más caluroso registrado, con incendios que arrasaron bosques tropicales, sequías que vaciaron ríos históricos y olas de calor que pusieron en jaque la salud pública. Así las cosas, América Latina llega a la COP30, que se celebrará en noviembre en la ciudad amazónica de Belém do Pará, con una mezcla de avances parciales, rezagos estructurales y la oportunidad de reposicionarse en el mapa climático mundial.
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Ahora bien, esa mezcla de urgencias y promesas pendientes tiene su origen en un pacto que cambió la forma de entender la acción climática: el Acuerdo de París, un punto de inflexión que rompió la lógica del Protocolo de Kioto, que solo exigía esfuerzos a las naciones industrializadas. Desde entonces, cada país —sin distinción de nivel de desarrollo— debe presentar sus Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC), es decir, planes propios para reducir emisiones y adaptarse a los impactos del cambio climático.
En América Latina, ese marco impulsó una ola de planes nacionales, leyes climáticas y estrategias de transición energética. Asimismo evidenció una brecha: la región emite apenas el 8 % de los gases de efecto invernadero globales, aunque es una de las más vulnerables al aumento de temperaturas, la pérdida de biodiversidad y los fenómenos extremos.
Así que durante esta década, los grandes hitos globales se entrelazaron con los dilemas regionales: en 2020, por ejemplo, mientras el mundo se detenía por la pandemia y las emisiones caían temporalmente, América Latina enfrentaba una doble crisis, sanitaria y ambiental. La recuperación posterior, basada en la expansión de sectores extractivos, revirtió buena parte de las reducciones logradas.
En 2022, la guerra en Ucrania reconfiguró el tablero energético y varios gobiernos reactivaron proyectos de gas o carbón para responder a la crisis de precios, incluso en países que habían prometido descarbonizar su matriz. Sin embargo, el mismo contexto impulsó nuevas inversiones en energía solar y eólica: Brasil, Chile, México y Colombia se convirtieron en escenarios clave de una transición todavía desigual, pero irreversible.
En 2023, el primer Inventario Global del Acuerdo de París dejó al descubierto el desbalance: el planeta está lejos de cumplir su meta debido a que las emisiones no solo no han comenzado a descender, sino que siguen creciendo. Ese diagnóstico reavivó la presión sobre los países y dio origen al compromiso global de triplicar la capacidad de energías renovables y duplicar la eficiencia energética antes de 2030.
Sin embargo, esa meta coincide con un entorno contradictorio para esta parte de la Tierra, ya que si bien es cierto que la región cuenta con uno de los mayores potenciales renovables del planeta —desde la energía solar del desierto de Atacama hasta los parques eólicos del nordeste brasileño—, también lo es que depende fiscalmente del petróleo, el gas y la minería, y eso ha hecho que en varios países, el desafío sea técnico y político: ¿cómo acelerar la transición sin profundizar la desigualdad ni sacrificar la estabilidad económica?
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Por otro lado, el año 2024 marcó un punto crítico, el de las temperaturas, que rompieron récords en los cinco continentes y que llevaron a que los incendios amazónicos a alcanzar niveles similares a los de 2019. Además, en el Caribe los huracanes de categoría 5 se volvieron más frecuentes y las islas del Pacífico latinoamericano enfrentaron la amenaza real de la pérdida de territorio. En ese sentido, la urgencia dejó de medirse en partes por millón de dióxido de carbono, y empezó a medirse en vidas y comunidades afectadas. Frente a ello, la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoció por primera vez el derecho humano a un clima sano, una decisión histórica que sitúa la justicia ambiental en el centro del debate latinoamericano y da a la región un papel protagónico en el derecho climático global.
Belém, la encrucijada del clima
Belém, sede de la próxima COP, simboliza esa encrucijada. Nunca antes una cumbre climática había tenido lugar en plena Amazonía, un territorio que condensa la paradoja de la región: motor ecológico del planeta y, al mismo tiempo, frontera de expansión del agronegocio, la minería y la deforestación. Para los pueblos indígenas, que llegarán a la Cumbre de los Pueblos paralela a la COP30, el mensaje es claro: no hay solución climática posible sin la protección de los territorios. Su demanda —declarar la Amazonía libre de combustibles fósiles— resume una visión que contrasta con la de gobiernos que incluso hoy ven en los hidrocarburos una tabla de salvación económica.
Ante este panorama, en la ya muy próxima COP, los países latinoamericanos llegan con un papel fragmentado y con temas comunes. El bloque de América Latina y el Caribe (GRULAC) buscará elevar la voz del Sur Global en torno a dos demandas históricas: financiamiento climático y transferencia tecnológica. Desde 2009, los países desarrollados prometieron movilizar 100.000 millones de dólares anuales para apoyar la acción climática en las economías en desarrollo, una meta nunca cumplida. En la COP29, esa cifra se actualizó a 300.000 millones al año hasta 2035, lejos del billón y medio que reclama el Sur Global. América Latina insiste en que sin recursos frescos no habrá transición justa ni adaptación posible.
El otro eje es la adaptación, un punto particularmente sensible para la región, puesto que las sequías prolongadas en el Cono Sur, las inundaciones en Centroamérica y la pérdida acelerada de glaciares andinos están redefiniendo la noción de riesgo. Por eso, en Belém, los países deberán acordar cómo implementar la Meta Global de Adaptación, un marco diseñado para establecer indicadores y financiamiento concreto para resistir los impactos climáticos. Es decir, lo que se va a discutir, fuera del clima, es el modelo de desarrollo.
A lo largo de esta década, América Latina ha demostrado capacidad de liderazgo. Costa Rica, Uruguay y Chile se consolidaron como laboratorios de energía limpia. Colombia incorporó la noción de “transición justa” en su política pública y promovió la idea de salvaguardas socioambientales para proteger a las comunidades en el cambio tecnológico. Y Brasil, como anfitrión de la COP30, llega con la expectativa de mostrar avances en la reducción de la deforestación amazónica, pese a que enfrenta presiones internas por la expansión del gas. Aún así, la región, diversa en estrategias, comparte una certeza: el tiempo para cumplir la promesa de París se agota.
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Ahora, hay que tener en cuenta que la COP30 será la primera cumbre posterior al balance global del Acuerdo de París y marcará el inicio de un nuevo ciclo de compromisos; y que si algo aprendió América Latina en esta década es que no hay diplomacia climática sin coherencia interna, por lo que las NDC actualizadas que los países presenten en Belém serán, más allá de documentos técnicos, exámenes político sobre cuánto están dispuestos a transformar sus economías, sus sistemas energéticos y su relación con la naturaleza.
Por lo pronto, el reloj climático corre hacia 2030, el año en que el Acuerdo de París exige reducir las emisiones globales en un 45 % respecto de los niveles de 2010. ¿Se logrará?
Preguntas sobre este artículo:
¿Qué se discutirá en la COP30 de Belém?
La COP30 será la primera cumbre climática celebrada en plena Amazonía y la primera después del balance global del Acuerdo de París. Los países deberán presentar nuevas metas de reducción de emisiones (NDC) más ambiciosas y acordar cómo financiar la transición energética y la adaptación al cambio climático. América Latina buscará que el financiamiento y la justicia climática sean prioridades.
¿Por qué América Latina llega a la COP30 con una deuda climática?
Aunque la región ha avanzado en leyes verdes y energías renovables, sigue dependiendo de los combustibles fósiles y de sectores extractivos. La falta de recursos, la desigualdad y la lentitud en la adaptación dejan una brecha entre los compromisos firmados en París y los resultados reales.
¿Qué papel cumple la Amazonía en la COP30?
Belém, ciudad sede de la COP30, representa el corazón simbólico del debate climático. La Amazonía es vital para regular el clima global, pero enfrenta deforestación, minería y expansión agrícola. La cumbre pondrá sobre la mesa la propuesta de los pueblos indígenas y movimientos sociales de declarar la región libre de combustibles fósiles.