Feo, noble y único. El carbonero del parque de Bolívar está llegando sin aspavientos ni dramas al final de su vida. Aunque la ciudad se demoró en darle su lugar, en entender el valor de su singular existencia, ahora intenta zanjar esa deuda, mitigar el remordimiento prodigándole cuidados para intentar alejarlo del día de su muerte. Ahora, por ejemplo, le pusieron muletas, unos fuertes brazos de metal que evitarán que siga inclinándose, que no se derrumbe.
Los registros, que por fortuna han sido más o menos juiciosos desde el principio para contar la historia de los árboles que nacieron y crecieron a medida que Medellín se volvió ciudad, dicen que las especies de carbonero se sembraron en los 20. No eran ceibas ni falsos laureles con su elegancia y majestuosidad, era poco más que chamizos, tercos y resistentes, eso sí, porque siguieron estando de pie a pesar de ser mutilados para usar sus ramas para hacer carbón; a pesar de ser maltratados y convertidos en orinal y cagadero públicos.
Y eso que desde hace ocho décadas se sabe que se trata de una especie única, que solo existe en Medellín. Resulta que en los 40, cuando el botánico Rafael Toro estaba haciendo un recorrido a dos gringos (sí, hacía ochenta años también aterrizaban gringos con ganas de recorrer Medellín, aunque en ese entonces venían con fines más nobles).
Sus nombres eran Nathaniel Britton y Ellsworth Killip, dos inquietos botánicos que buscaban recolectar plantas y tal vez hallar alguna rareza, alguna nueva especie. En esas andaban cuando ambos advirtieron en pleno parque de Bolívar un árbol pequeño y encorvado coronado por una flor que colgaba desprolija, una brocha roja. Se detuvieron a inspeccionarlo con calma y fueron, poco a poco, descubriendo su rareza. Era un carbonero, sí, pero uno diferente: tenía hojas más pequeñas, era un poco más alto que los carboneros normales y la flor que producía era en realidad varias flores unidas por un eje. Concluyeron que no había otra especie igual y la bautizaron Calliandra medellinensis.
Pero la Calliandra paisa nació estéril. Nació en Medellín para morir aquí mismo, pues a pesar de los esfuerzos de científicos locales y foráneos no ha sido posible encontrar la manera de que su semilla prospere. Por alguna razón, prácticamente su único lugar en el mundo es el perímetro de parque de Bolívar, allí fue donde las poquísimas semillas que tuvieron éxito dieron vida a la mayoría de encorvados carboneros que aguantaron los embates del tiempo.
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Los viejos carboneros han ido muriendo de a poco. De ser una familia que resistía en buen número parque de Bolívar, Plaza de Botero, Robledo, San Germán y la Universidad Nacional ahora quedan solo dos en su minúscula patria, en parque de Bolívar. Hace 18 años, en un congreso internacional de botánica en Medellín, los expertos de todo el mundo se maravillaron con esta especie y se sorprendieron con el grado de negligencia de la ciudad para cuidar a su propio árbol insignia. De esa vergüenza internacional algo quedó, en los últimos años tanto la academia como ciudadanos de a pie y también las administraciones se han puesto en la tarea de cuidar al carbonero. La gente, en el día a día, lo hace de manera simple pero efectiva: a todo el que vean agrediéndolo de alguna forma lo ponen a correr en el parque, el árbol es el pariente de todos y al viejo hay que cuidarlo.
Y en cuanto a la alcaldía, después de sopesar todas las opciones para prolongar su vida, decidieron que unas muletas eran la mejor opción para el venerable árbol que pasa sus días con una inclinación de 45 grados a un costado del CAI. “Si no le poníamos esa estructura, se caía. Ya estaba muy acostadito”, explica Lucenit Solano Guerrero, profesional universitaria de la Secretaría de Medio Ambiente, quien lleva 19 años trabajando por los árboles patrimoniales de Medellín. Esa muletica, señala la experta, garantizará que el árbol no se vaya a volcar. “Es como una mano metálica que lo abraza y lo sostiene”.
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