Lo que comenzó como una más de las protestas de la llamada primavera árabe, en 2011 contra el gobierno del mandatario Bashar al Asad, convirtió a Siria en el campo de batalla de múltiples ejércitos que, luego de casi una década, amenazan con seguir en confrontación.
La guerra siria escaló de revuelta social a conflicto interno debido a la respuesta violenta del régimen de Al Asad a las primeras manifestaciones. Después, con la creación de Estado Islámico (EI) en Irak en junio de 2014, bajo la promesa de crear un califato musulmán sunita a lo largo de la provincia siria de Aleppo hasta la irakí de Diyala, cambió la lógica del conflicto.
El régimen de Al Asad dejó de ser el enemigo principal, y potencias como Rusia, Estados Unidos e Irán respaldaron la ofensiva contra los extremistas de EI.
La última etapa de la guerra, que implicó el acorralamiento de Estado Islámico en el norte del país, está a punto de ser reactivada debido a la inclusión de un nuevo actor: Turquía, el cual emprendió la semana pasada un ataque contra las milicias kurdas, aliadas de Estados Unidos y enemigas de Estado Islámico, que coincidió con la retirada de las tropas norteamericanas por orden del presidente Donald Trump.
A esto se le puede sumar un nuevo episodio que, incluso, podría escalar a un nuevo nivel el choque armado y tiene que ver con el acuerdo de dos enemigos históricos para combatir a los turcos en la frontera norte: las Fuerzas de Siria Democrática (FSD), que es una fuerza liderada por los Kurdos y el régimen de Al Asad.