El exgeneral serbobosnio Ratko Mladic llegó con una incomprensible cara alegre y saludando a las cámaras, como si se tratara de una personalidad del deporte o la farándula, y como si aquel recinto frío y silencioso en La Haya, Países Bajos, fuera el sitio en el que recibiría un galardón, y no el veredicto ante su infame e infinita barbarie cometida en 1995 en Srebrenica, cuando ordenó asesinar a 8.000 musulmanes.
Se trató de la masacre más grande que presenció Europa tras el final de la Segunda Guerra Mundial. Aun así, poco hizo entonces la comunidad internacional por prevenirla.
Y si bien llegó al tribunal con una sonrisa de oreja a oreja, como si nada hubiera pasado, ya cuando se iba a leer el veredicto, el semblante de Mladic cambió, mientras intentaba interrumpir al juez Alphons Orie.
No obstante, el magistrado del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia ordenó que agentes lo retuvieran y que fuera silenciado: “la acusación imputa dos cargos de genocidio y cinco de crímenes contra la humanidad: enjuiciamiento, asesinato, exterminio, deportación y traslado forzado. Por haber cometido estos crímenes, la sala condena a Mladic a cadena perpetua”.
Familiares de hijos, padres y hermanos borrados hace 22 años de este mundo por el odio étnico, celebraron con lágrimas de alivio el hecho de que, por lo menos, uno de los mayores responsables tendrá que pagar.