El castigo a ETA, el grupo separatista vasco que tras más de cuatro décadas de violencia se desmanteló el año pasado, parece haber ser el olvido. El aniversario del comunicado que hizo oficial su disolución, el 3 de mayo de 2018, pasó casi desapercibido en los medios de comunicación españoles.
De alguna forma, las palabras con las que la organización marcó su desaparición, leídas desde la clandestinidad por el militante histórico Josu Ternera, se cumplieron: “ETA surgió de este pueblo y ahora se disuelve en él”.
Muchos de sus militantes, como Tenera, permanecen ocultos en España y en el extranjero, mientras quienes cumplieron con sus condenas o se acogieron a la amnistía de 1982 mantienen sus consignas desde la política.
Pero para quienes no fueron testigos de la acción armada de este grupo hay pocas huellas para rastrear su historia, la cual surgió como reivindicación de la identidad vasca y resistencia a la dictadura de Francisco Franco, y sobrevivió 40 años después del fin de esta como un símbolo de terror que dejó en el camino 853 muertos, según la Asociación de Víctimas de Terrorismo.
El de ETA, de acuerdo con Egoitz Gago, politólogo vasco y profesor de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, es un caso atípico en el que los procesos de negociación entre el Estado y los insurgentes fallaron, pero la implementación de la paz fue exitosa. Se instaló por sí sola en la sociedad al punto de que el conflicto dejó de ser un tema de discusión.
Tras ese aparente olvido, hay heridas que salen a luz con solo escarbar un poco.
Entierros superficiales
Francisca Baeza Alarcón, una maestra de 45 años que vivía con sus padres en el municipio de Valpeñas, interrumpió sus compras en Madrid para tomar algo con su prima en la cafetería Rolando, aledaña a una base militar. Murió allí, a las 2:35 del 13 de septiembre de 1974, junto con otras trece personas, cuando debajo de una de las mesas estalló el explosivo colocado por ETA.
Según señala el historiador Jesús Frías Alonso en su libro De Europa a Europa, fue la primera vez que este grupo –famoso por el asesinato un año antes del probable sucesor de Franco, Luis Carrero Blanco– demostró que estaba dispuesto a matar civiles si estaban al lado de uno de sus objetivos.
ETA volvió a transgredir esa línea muchas veces más durante la siguiente década, en la que Franco murió y España comenzó la transición hacia la democracia.
La verdad de esos “años del plomo”, como fueron llamados luego, es uno de los pendientes que dejó la desaparición de ETA, según señala Antoni Segura, presidente del Barcelona Centre for International Affairs.
Solo hasta 2018, el grupo reconoció la autoría en el atentado de la cafetería Rolando, en su último boletín interno. Allí, señalaron su responsabilidad en 2.606 acciones y 758 asesinatos, mientras que negaron estar detrás de otros hechos como el incendio en el Hotel Corona, de Aracón, en 1979, en el que murieron 83 personas.
La disolución de ETA dejó sin resolver estos hechos, así como las torturas y asesinatos de los Grupos Antiterroristas de Liberación, el brazo paraestatal sobre el que pesan condenas de tribunales españoles y europeos.
Lo que se pierde con estos vacíos, afirma Segura, no es un conteo; las decenas de muertos de diferencia entre el informe de ETA y el del informe del gobierno. “Lo que queda faltando es un relato”, las explicaciones sobre un conflicto que dejó muchas más víctimas en tiempos de democracia que en los de la dictadura que buscaba combatir. Bajo esta mirada, el olvido no es solo un castigo para los responsables, también para sus víctimas.