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Uribe, en la arena

  • Alberto Velásquez Martínez | Alberto Velásquez Martínez
    Alberto Velásquez Martínez | Alberto Velásquez Martínez
07 de septiembre de 2010
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Han pasado algunos días desde que el senador y cabeza del partido de la U, Juan Lozano, notificó en forma perentoria que el movimiento de Unidad Nacional -coalición santista- no dejaría maltratar a Álvaro Uribe. Un mensaje inapelable, que podría salpicar a más de un ministro de los que han lanzado descompuestas alusiones para censurar veladamente al gobierno anterior en sus polémicas relaciones con algunas instituciones judiciales del Estado.

Lleva ya cerca de dos semanas esta contundente declaración y pocos aliados de la coalición oficialista han replicado la terminante sentencia y advertencia del ex ministro. Los uribistas que tuvieron más acceso al presupuesto nacional pareciera que ya no sintieran el carisma avasallador de su jefe, ni se conmovieran con sus lúcidas opiniones, ni registraran el calor afectivo de su compañía. Engavetaron los conceptos de solidaridad y lealtad. Simplemente se encogen de hombros y se tragan la lengua para ignorar la abierta notificación del senador Lozano. Solo unas voces insulares del conservatismo -pero no como política de partido- han pregonado la defensa de la obra Uribe Vélez.

El país nacional -aquel que no se regodea en los chismes y zalamerías capitalinas- se sintió bastante seguro con el gobierno de Álvaro Uribe. Este heredó un país lleno de inestabilidades en el orden público. Sometido a los constantes golpes de la subversión. Los campos de concentración levantados por las guerrillas en la espesura de la selva colombiana se surtieron de uniformados y de población civil. Los pueblos eran atacados sin piedad alguna con cilindros de gas, en tanto la Fuerza Pública llegaba tarde en su auxilio. Las carreteras vivían a merced de las pescas milagrosas. Las voladuras de oleoductos y torres de energía no daban tregua.

El país vivía en un desorden público. Los colombianos estaban confinados en sus propios hogares. Muchos pueblos parecían fantasmas, espantaban por su soledad. Pocos se atrevían a viajar a ellos. No es una descripción apocalíptica sino real.

Hasta la fértil imaginación de García Márquez se quedaría corta para describir el drama colombiano. Eran tiempos en los que la realidad por lo menos empataba con la ficción. La amnesia de muchos colombianos olvida el teatro en que nos movíamos, comparado con el que hoy vemos, que sin ser paradisíaco -sobre todo por el rebrote de la criminalidad urbana- tampoco es el purgatorio del pasado.

Uribe se salió de la modorra y del facilismo de antecesores suyos -sumergidos en la farándula bogotana- que los fines de semana se iban para la Casa de Huéspedes de Cartagena o para Hatogrande en la sabana cundiboyacense a escanciar finos licores y animar la danza de los murmuradores que siempre andan de fiesta en fiesta y de coctel en coctel, a la gorra de los dineros oficiales. Su lema de trabajar, trabajar y trabajar lo cumplió a cabalidad.

Posiblemente algunos de sus antiguos aliados pueden estar impactados con los escándalos de las "chuzadas" telefónicas a unos magistrados que no son propiamente los de aquella Corte ejemplar que ardió en el Palacio de Justicia. Y que estos hechos bochornosos los haya afectado para no salir en defensa del gobierno de Uribe. ¿Pero acaso se ha comprobado que aquella chapucería fue por orden directa presidencial? Para tranquilidad del país y de Uribe Vélez, deben esclarecerse cuanto antes los hechos y los directos responsables de tal acción que tiene más de gravedad que de opereta.

Debe estar pensando Uribe Vélez -quien volverá al ruedo político más pronto que tarde, según premoniciones de Fabio Valencia- lo veleidosa y transitoria que es la lealtad en la actividad pública. Y lo ingrato que es hacer figuras livianas que solo se cocinan al calor de poderes transitorios.

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