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Juanes levanta su voz para cambiar el odio por amor

19 de septiembre de 2009
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En La Habana, la mañana del sábado estaba llena de un sabor a concierto. Taxistas, amas de casa con sus hijos, turistas, en fin, muchas personas hablaban del tema. No había otro. Comentaban lo que dijo Olga Tañón al llegar al aeropuerto; cantaban La camisa negra , de Juanes; imaginaban lo que sería este día esperado.

"Un día histórico", como le dijo en plena Plaza de la Revolución, Sara, una habanera, a su hija adolescente, con quien se paseaba: "uno porque está aquí, chica, y lo tiene al pie, no se da cuenta de la importancia... pero qué dirán los habitantes de otros países. O imagínate que dirán de esto dentro de dos años o así. Tú no sabes".

Ellas miraban y otros tomaban fotografías al percusionista de la banda del colombiano, quien desde temprano hizo retumbar con sus golpes amplificados la Plaza de la Revolución. En el obelisco, situado detrás de la estatua blanca de José Martí, se duplicaban los golpes un segundo después de emitidos, como si otro baterista le respondiera desde allí.

José Raúl Delgado me llevó en su coco, una mototaxi en forma de casco y de un amarillo encendido que competía con el achicharrante Sol. Se detuvo frente a la Biblioteca Nacional y no tuvo prisa en regresar a su labor. Miraba la amplia plaza, de piso de asfalto y extrajo de un bolsillo una cajetilla de Hupuman 1844, un cigarrillo de tabaco negro y fumó bajo la sombra de un caucho majestuoso.

"Mañana vendré al concierto -dijo, exhalando el humo-. Estaré bajo esta misma sombra porque ese Sol va a estar ardiendo. ¿Cómo me voy a perder un acontecimiento como éste, si aquí nunca lo han presentado, chico?"

Alberto Rodríguez, un habanero que trabaja en construcción aprovechó su día de descanso y se acercó con su cicla en la mano a ver el escenario con sus propios ojos. "Tengo una niña, no sé, yo creo que tendré que venir. Me encanta Olga Tañón. Juanes es para la gente más joven y yo ya tengo cierta edad".

Rogelio Quinta es un guardia. Ayer, su función era vigilar que los curiosos no pasaran la barrera metálica y, mucho menos, se encaramara en el escenario ni tocara el cerro de amplificadores que hacían temblar la tierra. "No me perderé la vaina. Me toca trabajar y de paso, estaré con todos esos cantantes. Aunque sea de lejos". "Pero sobre todo una cosa -intervino una compañera suya, mientras servía un vaso de refresco helado y amarillo de una botella de vidrio, de la que tomaron Quinta y otros dos vigilantes para acompañar un emparedado de jamón- se va a dar cuenta de la forma cómo el pueblo cubano quiere a Juanes. Escriba así: el pueblo".

Este mismo agente dijo que la organización del concierto se está preparando para proveer de bebidas hidratantes, más que todo agua, a la gente, para que no vayan a sufrir desmayos por insolación o deshidratación.

El rectángulo se iba llenando de público dotado de cámaras fotográficas. La temperatura del concierto, como la del ambiente, iba subiendo. Ni viejos ni chicos se inmutaban del sudor que les corría a chorros por sus rostros, a pesar de no moverse siquiera.

Mientras tanto, a unos tres kilómetros de allí, en el emblemático Hotel Nacional, donde estaban hospedados los artistas, éstos dormían durante la mañana para reponerse del cansancio de los días previos. Muchos de ellos habían llegado el viernes en la noche.

La gente los había visto por televisión, cuando arribaron al aeropuerto. Y precisamente, las palabras de la merenguera Olga Tañón habían calado entre la gente, "por directas". Dijo, repetían taxistas y botones, que no entendía por qué mezclaban el espectáculo artístico y de diversión para el pueblo con política. Que ella iba a cantar en La Habana de gratis. No como otros que dicen que cantan gratis, pero mentiras.

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