Después de darle la vuelta al mundo 14 veces, Magdy Shehata no solo tiene un ángulo muy amplio de la Tierra, sino que ha probado las mieles de casi todos los rincones del planeta.
La guerra, en su natal El Cairo, le llevó a abandonar su carrera y su país para ir en busca de paz y mejores horizontes. Primero estuvo en Austria donde hizo dos años de administración Hotelera que, luego, terminaría en Londres.
Fueron quince años los que estuvo en Inglaterra donde amplió sus estudios, trabajó en hoteles de cinco estrellas, en muchos campos de alimentos y bebidas, y aprendió a catar vinos.
Fue allí también, donde conoció a Hilda Lucía Uribe, una antioqueña que adelantaba sus estudios en el exterior, con quien se casó y tuvo a sus hijos Sara y Simón.
Por ellos conoció a Colombia y la prefirió sobre su añorado Egipto, de donde salió hace más de 35 años.
"Conocí a Colombia y me encantó el país, la gente, el clima, la comida, la limpieza, la naturaleza, todo. Me sentí 20 años más joven", recuerda Magdy.
Sin pensarlo dos veces vendió todo y se vino con su familia. Corría el año 1988, "la época más dura de Medellín". Aún así, abrió su propio bar restaurante en la Calle 9, Rock Café, en el que quiso plasmar toda su experiencia internacional.
Seis meses después "empezó realmente lo más duro en la ciudad, pensé en cambiar de lugar pero definitivamente vi que no había futuro aquí".
Regresó a Londres y se encontró con el puesto soñado como sommelier profesional (el experto conocedor que sugiere el vino apropiado para la ocasión en un restaurante), a bordo del barco Queen Elizabeth II, el mismo que acaba de concluir su vida de navegación después de 41 años, para convertirse en un hotel de lujo anclado en Dubai.
"El Queen es la meca. Estuve por 15 años y fue una experiencia maravillosa trabajar allí en el barco, recorrer el mundo, catar vinos de alta calidad, conocer gente, culturas, compartir muchas cosas, restaurantes, comidas, recetas, cocinas y maridaje", recordó Magdy Shehata.
Integración
Hoy, cuando se dedica a la enseñanza y asesoría, y dirige su propio Club del Vino, Magdy reconoce que la suya es una profesión excelente que no lo cansa ni lo satura.
Una profesión que muchos envidian y que más de uno cree que quien la ejerce vive "a media caña" o bastante prendido.
"El vino no es para emborracharse, empezando por el precio. Es una bebida para disfrutarla, para integrar a la gente, para conversar bien. Además, abre el apetito para una buena cena o almuerzo".
Para esta profesión se requieren tres sentidos fundamentales: vista, olfato y gusto: el color es para identificar si el vino es joven o añejo; el olor permite saber si tiene frutas o no, y el sabor para la cata misma.
Shehata explica que un buen catador no debe fumar porque el cigarrillo interviene en el triángulo nariz-paladar-garganta, y que debe practicar bastante. "El ejercicio se puede hacer en casa oliendo especias y frutas; esto ayuda mucho", anota.
Hace énfasis en lo importante que es tener el paladar neutro antes de probar un vino, algo que se puede lograr con un trozo de pan o simplemente tomando agua.
"A veces el paladar no está listo y la gente cree que el vino está malo, se quedan con una mala impresión".
También se refirió a la importancia del maridaje, esa relación entre el vino y la comida. "La vida moderna ha llevado a que la gente tome lo que quiere sin importar el color del vino. Desconocen que el tanino del vino implica muchos factores en el paladar".
Y recordó que es muy importante que uno no combine un tanino con mariscos y pescados, no por el color, sino por el acento que deja en la garganta. "A los mariscos y pescados no les gusta el tanino, pero si el comensal lo quiere es su gusto y se respeta", concluyó.
Pico y Placa Medellín
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