Desde la puerta abierta de la Fonda Los Paisitas se escucha un bolero de Juan Arvizu, se ven relojes antiguos, cámaras de rollo, radiecitos de perilla, cuadros religiosos y dos bicicletas colgadas del techo. Todo convive en un mismo espacio que huele a café recién colado, a aguardiente y a historias contadas con calma. “Aquí tengo de todo. Lo que me gusta ver, oír y recordar”, dice Héctor de Jesús Ochoa Álvarez, un hombre de 80 años que ha hecho de su negocio un pequeño museo paisa.
Nació a pocos pasos de allí, en una casa anaranjada que señala con orgullo. Se fue del pueblo varias veces, fue carnicero, cobrador, empleado en la fábrica Noel y cuidador de bestias, pero siempre volvió. Hasta que hace más de dos décadas, decidió quedarse para siempre. “Este negocio lo abrí en 2001, con 300 pesos y un par de cuadritos. No tenía nada más, pero tenía ganas”, recuerda.
Con paciencia llenó las paredes: botas de montar, carrieles, teléfonos de disco. Todo lo que encontraba o compraba en el pueblo o en Medellín se volvía parte de la decoración. Así se consolidó la fonda-museo, un lugar que parece contar la historia de varias generaciones a través de sus objetos. “Yo no tenía con qué montar algo grande, entonces empecé a poner cositas viejas. Ahora no cabe un cuadro más”, dice entre risas.
Hoy Los Paisitas es punto de encuentro para caminantes, vecinos y turistas que llegan a descubrir un rincón donde todo tiene una historia. “Aquí entra todo el mundo, desde los de 17 hasta los de 80 años. Vienen a jugar cartas, a conversar, a escuchar música. Yo los atiendo a todos con cariño”, cuenta don Héctor, quien abre cada mañana a las ocho y cierra cuando el último cliente se va.
Recuerda que al principio pensó llamarla Mil huevonadas, en tono jocoso, porque no sabía cómo describir el surtido tan variado que tenía. Pero una vecina le regaló un pequeño retablo con el nombre Fonda Los Paisitas, y así se quedó. Luego formalizó el negocio ante la Cámara de Comercio de Medellín para Antioquia, un paso que considera fundamental. “Desde el primer día estoy afiliado. Eso es importante porque el negocio queda reconocido, y uno puede decir con orgullo que trabaja derecho”, afirma.
El tiempo ha pasado, pero él sigue firme detrás del mostrador. No tiene empleados, aunque a veces lo ayudan sus hijos o su yerno cuando la rodilla le molesta. Su esposa, maestra en una escuela rural, y sus cuatro hijos lo visitan cada quince días. “Mis hijos son mi orgullo. Todos estudiaron, todos son buenos conmigo, pero yo no me voy de aquí. Este es mi lugar”, afirma.
Héctor de Jesús Ochoa no sabe de marketing ni de tendencias, pero entiende de memoria, de conversación y de hospitalidad, tres valores que hacen que su fonda sea mucho más que un negocio. Su cantina es un refugio de la cultura popular antioqueña y un homenaje a la persistencia.
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