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Mujeres desafiantes

Vigentes son las discusiones sobre sus roles en la sociedad. De hecho, narrativas de lo femenino, construidas

desde lo masculino, han cambiado con los siglos.

  • Esquizofrenia en la cárcel. 1940. Detalle de la obra de Débora Arango. Óleo sobre lienzo,162 x 165 cm. Colección Museo de Arte Moderno de Medellín. Foto: cortesía Archivo MAMM. Obra seleccionada por el autor del artículo.
    Esquizofrenia en la cárcel. 1940. Detalle de la obra de Débora Arango. Óleo sobre lienzo,162 x 165 cm. Colección Museo de Arte Moderno de Medellín. Foto: cortesía Archivo MAMM. Obra seleccionada por el autor del artículo.
  • Beatriz González, artista colombiana.
    Beatriz González, artista colombiana.
  • Obra de Feliza Bursztyn, en el Museo de Antioquia.
    Obra de Feliza Bursztyn, en el Museo de Antioquia.
06 de febrero de 2018
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Por Halim Badawi

Durante 2017, varios debates pusieron en escena el papel de las mujeres en la cultura. No siempre los nombres de las mujeres artistas, actrices o escritoras —a pesar del ingenio o del talento— han brillado con la misma intensidad que los nombres de sus colegas varones. El pasado 15 de noviembre, a raíz de un evento del Ministerio de Cultura en la Biblioteca del Arsenal, en París, en el que participaron diez escritores hombres y ninguna mujer, se generó un acalorado debate sobre la misoginia que pervive en la escena cultural del país. Otras discusiones —que pusieron en evidencia el papel más o menos subalterno de las mujeres en la cultura, especialmente en la industria del entretenimiento— fueron las denuncias de acoso sexual realizadas por varias actrices de Hollywood contra el productor de cine Harvey Weinstein (y contra otros actores), lo que generó la campaña MeToo o YoTambién, que invitaba a denunciar públicamente a los acosadores. Y cerramos el año con la discusión sobre el lenguaje incluyente, que oscilaba entre la posición de sus defensores (‘lo que no se nombra no existe’ entonces ‘hay que nombrar a las mujeres’) y sus detractores (que apelaban a la economía del lenguaje o a la postura oficial de la Real Academia Española).

Si algo nos enseñó 2017 —ese año que parece el primer año del siglo XXI y que recuerda inevitablemente a 1917—, es que muchas discusiones que creíamos zanjadas a lo largo del siglo XX, que suponíamos ya parte de la historia, siguen más vigentes que nunca: la discusión sobre el racismo en Estados Unidos, el fascismo en la política internacional, los sectarismos religiosos en la escena política y, cómo no, los roles de las mujeres en la sociedad. Ingenuamente creíamos que el consenso positivo sobre estos temas era general (sí, que ‘no hay que discriminar’, que ‘religión y política están separadas’, que ‘a nadie le gusta la guerra’, que ‘las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres’), pero con el paso del tiempo constatamos que los consensos totales (y globales) hacían parte de una ilusión colectiva; que la discriminación no es un problema minoritario, marginal, sino que pervive de múltiples formas en todos nosotros, hombres y mujeres; que existe una brecha educativa fomentada por la desigualdad, la injusticia y la falta de oportunidades; que cada pregunta abre una nueva y que no todas las preguntas han sido resueltas.

En todo caso, las discusiones sobre el papel de las mujeres en Colombia, en boga en 2017, parecen tener un común denominador: la dificultad de las mujeres de narrarse a sí mismas, y hacer esta narración visible, pública, sin la intermediación o reprimenda desde el poder masculino. La conquista, por parte de las mujeres, del derecho a narrarse a sí mismas, es un derecho cultural que permite abrir la sensibilidad colectiva a lo femenino, un derecho a partir del cual empieza la conquista de los demás derechos, un derecho que permite ampliar las fronteras de la imaginación y construir una propia imagen e historia sin intermediación de la voz masculina hegemónica, con sus miedos y prejuicios, esa voz masculina que se atribuía a sí misma el derecho unívoco de narrar e interpretar a las mujeres, de modelar sus deseos y aspiraciones.

Entonces, a través de la historia de Colombia, desde la cultura, ¿cómo las mujeres han construido su propio camino? ¿Cómo las mujeres se han abierto paso en medio de una sociedad masculina, patriarcal, en la que los hombres se atribuían el derecho a imaginarlas, a contarlas, a interpretarlas, a decidir legalmente sobre sus cuerpos y bienes, a legislar sobre sus vidas? ¿Cómo la cultura ha permitido a las mujeres esta conquista de los derechos? ¿Cuáles han sido las mujeres que han ‘robado’ a los hombres el poder de descifrarlas? ¿En dónde germina esta historia?

La mujer ‘como debe ser’

A través de la literatura y del arte podemos rastrear cómo, de forma persistente, la voluntad de las mujeres ha intentado ser modelada deliberada y persistentemente por la voluntad de los hombres. Hace poco más de un siglo, en 1891, durante la Regeneración, fue publicado en Bogotá el libro La mujer como debe ser, del abate y misionero católico Víctor Marchal (1827-1903), traducido del francés al castellano por otro hombre, el literato Adolfo Sicard y Pérez (entonces jefe de sección del Ministerio de Guerra) y con aprobación eclesiástica del presbítero Manuel José de Cayzedo. Valga anotar que este libro, traducido al castellano, al alemán y al inglés, y con más de quince ediciones en francés, fue una lectura recurrente de las señoritas (el llamado “bello sexo”) colombianas de fin de siglo.

No debe resultarnos extraño que tres hombres, entre ellos dos sacerdotes (el autor y el censor, que por sus votos habían renunciado al matrimonio, a la paternidad y al sexo) y un militar (el traductor), hayan decidido unilateralmente, a partir de la tradición que ellos encarnaban y de la autoridad conferida por la Iglesia, decirle a las mujeres “cómo deben ser” o, como se aclara en el prólogo: “cómo Dios la quiere”. Y aunque el libro parece más bien un compendio moral que no profundiza en detalles sexuales (ya que estos hubieran podido herir las susceptibilidades de la época), sí demarca en dos ejes cómo deben ser las mujeres: madres y piadosas. Y, ¿qué ocurría con las que quedaban por fuera de este esquema?

Otro hombre, el abate Carlos Grimaud, se propuso responder a esta última pregunta en su libro Solteras, publicado en Barcelona en 1934 y con amplia circulación en tierras colombianas. Grimaud no sólo dividía a las mujeres solteras en “generosas”, “tímidas”, “desgraciadas” e “inhábiles”, sino que, en el segundo capítulo, titulado “el calvario de la no casada”, señalaba los problemas que implicaba no buscar marido: la mujer se volvería “solitaria” (no casarse implicaba “soledad”) y por ello adicta a los animales, al aseo y a los muebles; además de “insaciada”, “desocupada” (“ociosa”) y “tentada” (sí, tentada al pecado, a la lujuria y al deseo desenfrenado). Para Grimaud, la soltería devenía en una disminución de la piedad, y de ahí, directo al abismo de la perdición y la prostitución.

No cabe duda que todas estas narrativas sobre lo femenino (de las aspiraciones, deseos y subjetividades de las mujeres), fueron construidas desde lo masculino con muy poco consenso o voz femenina. A las mujeres no les quedaba más que obedecer, que permitir el disciplinamiento de sus cuerpos como se modela una escultura de barro (modelada, en este caso, a través de la educación, las lecturas, el castigo social y el miedo), siempre desde una posición legal, política y social subalterna, desde un ordenamiento de las cosas excluyente y desde cierto sentido común construido históricamente por hombres. Pero esta regla tuvo algunas valientes excepciones. Una de las conquistas más poderosas de las mujeres durante los siglos XIX y XX fue precisamente que ellas pudieran acceder a la construcción, poco a poco, sin intermediación de los hombres, de su propia narrativa, de una manera propia de contarse, una narrativa femenina, sobre lo femenino, a su justa medida, sin aprobación de terceros ni filtros de ninguna índole, sólo la propia consciencia. Y aquí la pregunta sería, ¿cómo fue el camino hacia la libertad?

Mujeres al poder: arte y cultura para la libertad

Durante la primera mitad del siglo XX, Medellín era una pequeña villa ultramontana literalmente encerrada entre dos cadenas montañosas y un exuberante bosque húmedo tropical, en donde se reproducían las enseñanzas de los viejos libros de antaño, escritos por hombres, dedicados a modelar la conducta de las señoritas. Y monseñor Miguel Ángel Builes (1888-1971) era uno de los guías espirituales y políticos por excelencia: un crítico severo a “las modas femeninas” como la utilización de pantalón y montar a caballo, la masonería, el cine, la autonomía universitaria, los libros impíos, las revistas pornográficas, el liberalismo y, cómo no, el arte moderno. De hecho, el arte moderno siempre fue una papa caliente para los conservadores radicales: por ejemplo, para Hitler en Alemania o para Laureano Gómez en Bogotá, que coincidían en señalar el arte moderno como ‘arte degenerado’. Casi todos los aspectos de la vida contemporánea eran, según monseñor Builes, para “escándalo del pueblo cristiano y complacencia del infierno”.

En este contexto opresivo, ¿cómo una mujer podía rebelarse, desde la cultura, frente a este orden de cosas? ¿Frente a estas narrativas (siempre políticas) tradicionalmente asignadas a las mujeres? ¿Cómo una mujer podía construir una voz y una narración (sobre el mundo, sobre la mujer y sobre sí misma) no mediada por la voz de los hombres? ¿Cómo una mujer artista podía construir una imagen artística de su cuerpo no mediada por la erotización propia de las pinturas de sus colegas varones, acostumbrados a pintar mujeres rozagantes, en la flor de la vida, trabajando en oficios tradicionalmente asignados a las mujeres como la maternidad o el hogar?

Para hacer eso, para encontrar las maneras, estaba Débora Arango (1907-2005), discípula de Pedro Nel Gómez formada en México. Para sus detractores, Débora parecía predestinada a destruir la “civilización occidental y católica”: no sólo vestía con pantalón y montaba a caballo, tampoco vivió para conseguir marido y hacer familia extensa. Y además, sus pinturas descreían del erotismo, de la tradición (sí, representar a la mujer haciendo esto o aquello, como dictaba la costumbre) y de la corrección con la que sus colegas, artistas hombres (que entonces marcaban el parámetro de la corrección artística, del ‘deber ser’), pintaban los cuerpos de las mujeres. Débora no concebía el cuerpo femenino como lo imaginaban pintores precedentes como Epifanio Garay o Ricardo Acevedo Bernal, de talante academicista, o pintores más contemporáneos como Miguel Díaz Vargas, de talante costumbrista.

Débora prefería el cuerpo desgarrado por la vida. Y este desgarramiento era visible en la forma y en el fondo, en la técnica y en los temas: un cuerpo desgarrado por la crueldad que la sociedad imponía a las mujeres que habían decidido vivir por fuera del esquema, por fuera de los manuales de conducta, como nos muestra en su pintura Esquizofrenia en el manicomio (1940), en la que puede leerse, entre líneas, lo que una sociedad masculina, violentamente masculina, una sociedad modelada a través de las guerras hechas por hombres, hacía a las mujeres cuya sexualidad se salía del esquema: encerrarlas en el manicomio. Y por eso Débora es expresionista (su obra no podía beber de otra fuente que no fuera esta) y su técnica es deliberadamente incorrecta; por eso en las obras de Débora no sólo nos incomodan los temas, sino también la rapidez en la ejecución, las formas planas (con pincelada pastosa y visible, y modelado algo torpe), la violencia, la deformidad. La obra de Débora constituye un bello y extenso manifiesto sobre los límites sociales de lo femenino, una obra de una libertad inusitada para su medio social, un homenaje a las mujeres que están ‘por fuera’, silenciadas por la historia de los hombres, un inventario de los castigos impuestos a las mujeres que escapan del molde, que lo rompen, que se ubican en el borde. Y Débora misma sufrió el castigo de la sociedad que relegó sus pinturas, por un buen tiempo, al cuarto trasero de la historia.

Y en Bogotá vivían, durante la misma época, otras mujeres artistas que vestían de pantalón y sombrero, y a veces hasta de corbata, y además montaban a caballo; artistas casi tan olvidadas como la antioqueña. La escultora Hena Rodríguez, una de las fundadoras del movimiento Bachué en la década de 1930, talladora de madera, abiertamente lesbiana, profesora del Departamento de Arte de la Universidad de Los Andes y viajera cosmopolita; la dibujante y ceramista Carolina Cárdenas, fallecida tempranamente en 1936, recordada por su belleza legendaria, tal vez el primer artista colombiano (hombre o mujer, es indiferente) que hizo obras deliberadamente abstractas, y además, una artista que elevó la cerámica (entonces considerada ‘artesanía’) a un nivel artístico, probablemente siguiendo los pasos de la Bauhaus. Y por esta misma época vivió y trabajó la brillante escultora Josefina Albarracín de Barba, opacada por su marido, el también escultor Ramón Barba: una gran artista condenada por la historia a ser ‘la esposa de’. Todas estas mujeres se rebelaron contra los designios de la historia, contra las escuelas de arte de su época, contra los manuales de conducta del llamado ‘bello sexo’ escritos por los abates de fin de siglo, manuales que se reproducían como disco rayado en las cabezas de los hombres y las mujeres de las décadas de 1930 y 1940.

Pero valga anotar que, no todas las mujeres artistas —por el hecho de ser mujeres—, eran críticas o produjeron obras que con el paso del tiempo pudiéramos considerar interesantes para su época. Paralelamente a estas mujeres, había otras, también artistas, que nunca se rebelaron contra nada, que nunca renegaron de sus comodidades o sus privilegios, mujeres que en pleno siglo XX pintaban bodegones, floreros y paisajes siguiendo los modelos del XIX, para decorar sus casas, para pasar el tiempo libre, para congraciarse con las amigas, para encajar en los moldes. Mujeres que podían discriminar tanto como los hombres, discriminar a otras mujeres o a otros grupos sociales marginados; mujeres que podían reproducir las estrategias de sus opresores. Y lo mismo ocurre en el mundo literario o en otros sectores de la cultura: ser mujer, per se, no es garantía ni de liberación, ni de solidaridad ni de ausencia de discriminación.

En todo caso, a partir de las artistas verdaderamente críticas empezaron a estirarse las fronteras de lo visual, del arte y de la cultura. Ellas allanaron el camino a los años cincuenta, cuando aparecieron Judith Márquez, Lucy Tejada, Cecilia Porras o Beatriz Daza; una época en que la crítica de arte dejaría de ser un oficio de hombres y pasaría a ser conquistada (con aciertos y errores) por personajes como Marta Traba. Luego, aparecieron mujeres artistas como Feliza Bursztyn, con sus esculturas en chatarra elaboradas con una factura otrora masculina, o Beatriz González, Ana Mercedes Hoyos y Maripaz Jaramillo; además de fotógrafas como Hermi Friedmann o Ida Esbra, fundamentales para la fotografía antropológica y conceptual de los años sesenta y setenta. No debe resultarnos curioso que los derechos civiles (como el derecho al voto, por ejemplo) surgieran posteriormente al trabajo de estas mujeres artistas, que encarnaban la posibilidad de un cambio, de imaginarse a sí mismas empoderadas, singulares, distintas. Pareciera que el camino de las mujeres, el camino hacia su libertad, que aún tiene largos trechos por recorrer, empezó a abrirse con un sueño, con una aventura de la imaginación: cuando ellas empezaron a mirarse, a narrarse a sí mismas, a contar sus propias historias, sin miedo y sin coerción. Y el mundo cambió.

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