Rodeada de moscas y con el pelo lleno de costras de polvo que parecen telarañas, la chilena Maryuri Alejandra Zapata cuenta que se casó hace 7 años con Edwin Tello Castillo, expastor de una Iglesia Adventista colombiana. Él, cansado de Buenaventura, llegó hace 11 años a Antofagasta (Chile) para predicar.
Tello durmió durante meses en la playa, vivió en un conteiner y aguantó hambre. Era bodeguero y vendía vehículos cuando la conoció. Maryuri era cajera. Hoy viven en “Los Campamentos”, que son como las invasiones en Colombia pero más pobres ubicadas en el desierto de Atacama, al norte de Chile. Resisten 8 grados de noche y 30 de día. Su casa de madera, de 5x5 metros, no tiene piso. Huele a plástico quemado, heces y humedad; paradójicamente, al estilo Miami, tienen un televisor de 52 pulgadas, con equipo de sonido Samsung y Play Station 3.
A 1.300 kilómetros y un día por carretera de allí, está en Santiago, la capital chilena, otro valluno oriundo del Dovio. Es Jesús Antonio Benavides y solo lleva tres meses como migrante en Chile. Odia el frío, la soledad, la discriminación y escuchar la voz de su hija en Colombia lo hace llorar.
Este peluquero fue conductor del alcalde de su tierra natal, trabajó en viñedos de España hasta que se quebró, volvió a Colombia y llegó a Chile. En Tacna, Perú, le cambiaron sus dólares por menos dinero y padeció por más de cuatro días en un bus sin aire acondicionado ni sillas reclinables. Entró a territorio austral el 2 de septiembre de 2015 con visa de turista y está ubicado en uno de los muchos cité, residencias en casonas antiguas, ubicadas generalmente en los barrios céntricos de Santiago. En uno solo viven mínimo 15 familias extranjeras con un solo baño, una lavadora y una nevera. Jesús tiene una habitación de metro y medio por dos, con una cama de segunda, un colchón regalado, un viejo televisor de perilla y una cocineta.
Como Jesús y Edwin hay 28.491 migrantes colombianos residentes en Chile. En su mayoría viven en Santiago, la Región Metropolitana (conjunto de comunas que rodean a la capital) y Antofagasta. Y desde 2010 han comenzado a llegar de una manera alarmante a Chile. Todos buscan lo mismo: multiplicar su plata por cuatro (un millón en Chile se convierten en cuatro, en pesos colombianos). Lo que no sabe ninguno es que toda esa riqueza está basada en un crecimiento económico del 6%, gracias al empuje de la minería de cobre, un desempleo bajo del 6% y una inflación que se mantiene debajo del 11%.