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Ángela, la última lotera ciega del Parque Berrío

24 venteros invidentes recorrían el Centro décadas atrás. Hoy,
a sus 80 años, solo sobrevive ella.

  • Ángela María Vélez, conocida como “la Gatica”, se ubica junto al edificio La Bolsa, en el Parque Berrío. FOTO Julio César Herrera

    Ángela María Vélez, conocida como “la Gatica”, se ubica junto al edificio La Bolsa, en el Parque Berrío. FOTO Julio César Herrera

17 de noviembre de 2019
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Cuando Ángela María Vélez Flórez conoció por primera vez el parque Berrío aún había mangas y árboles –unas palmeras gigantes que se veían hermosas–, dice, y no robaban tanto como ahora.

Entonces, en los 40, era una niña de cinco años a la que su madrina, con la que vivía en Cali y quien suplía la ausencia de sus padres, la traía de paseo a Medellín los diciembres. Por causas que ella no sabe explicar, niña y madrina resultaron viviendo en esta ciudad, cuando ya era invidente.

La razón por la cual quedó ciega sí la tiene en la memoria: “Estaba atacada de sarampión, no me cuidé, me tiré a una piscina y esta fue la consecuencia, me quedé cieguita”.

Le pasó cuando tenía siete años y hoy, a los 80, es reconocida como la única lotera ciega del Parque Berrío, un lugar donde, años atrás, era común ver entre 15 y 24 vendedores de la suerte, con gafas oscuras y sentados alrededor de pequeñas mesas ofreciendo billetes de la lotería.

Si un lugar en Medellín despierta quimeras, es este parque. Un veterano visitante del lugar de nombre Jairo Alzate relata que allí se han hecho populares dos clases de personajes: los loteros y los lustrabotas. Y cuenta una anécdota:

“Los emboladores, como les decían antes, ofrecían el servicio por un precio, el cliente decía que sí y el muchacho empezaba a lustrar; cuando terminaba el primer zapato le daba el golpecito y le preguntaba que si el otro zapato también; para el cliente era obvio, pero lo que no sabía era que el precio pactado era para un solo zapato, y nadie se va a ir con un zapato brillante y otro opaco, entonces le tocaba pagar por los dos”, cuenta Jairo.

Los otros personajes, dice, eran los loteros, con un alto porcentaje de ellos, curiosamente, invidentes. Y allí existieron desde las primeras década del siglo XX.

En la novela “Hojas en el patio”, del escritor antioqueño Darío Ruiz Gómez, que narra la historia de un personaje urbano en un contexto de violencia política y crisis partidista a mitad del siglo pasado, hay un episodio que se refiere a los loteros ciegos.

“El protagonista, que no tiene nombre, sale de su oficina en la calle Colombia, se para en el parque a observar el movimiento de la ciudad, y entre todos los detalles, le llama la atención la actividad de los loteros invidentes”, recuerda el escritor Ruiz Gómez, para quien resulta nostálgico que los loteros sin visión, que le dieron identidad al parque, ya no estén allí.

La suerte estaba echada

Pero si hoy no es fácil para las personas con limitaciones físicas –y la ceguera es una de ellas– desenvolverse en un contexto urbano, acceder a empleo, estudio y oportunidades, décadas atrás, cuando no existían políticas de inclusión e igualdad, debió ser peor.

Entonces Ángela María, que apenas terminaba la secundaria, no tenía padres y vivía al cuidado de su madrina sin mayores recursos, y además era ciega, solo halló un lugar adecuado para ganarse la vida.

“¿Para dónde más me iba a venir? A uno sin estudio no lo van a poner en una oficina a contestar el teléfono, entonces tocó acá, donde estaban todos los cieguitos”, dice con su cabeza inclinada a un lado, como siempre se le ve.

Un censo de los loteros del Parque Berrío elaborado en 1996 por la Universidad de Antioquia con motivo del traslado de ellos hacia el pasaje La Bastilla, identificó un total de 174, entre ellos 102 hombres y 72 mujeres, 12 con invidencia o limitaciones de visión.

Pero las cifras no convencen a la octogenaria Ángela María, que si algo parece conservar intacto es su memoria. Tanto, que afirma que sus compañeros eran 23.

“Por total éramos 24, no diga que menos que me hace enojar”, le dice a Bernardo Alzate, un jubilado de 70 años a quien ella apoda “el Gato” y que se convirtió en su lazarillo para dos misiones, que él mismo las cuenta.

“Vengo todos los días, le leo el periódico, le traigo cositas y le ayudo a coger el transporte y a moverse”, cuenta.

Ángela María recuerda por qué, por mucho tiempo, los loteros faltos de visión permanecieron en este parque.

“Eso fue gracias al gerente de la Beneficencia de Antioquia, Hugo Restrepo Arango, que por fin nos respetaron. Él dijo que este lugar era para los cieguitos, que los que podían trabajar y veían se fueran para otra parte”.

Y no debe estar equivocada “la Gatica”, como la conocen en el parque. En el portal informativo MiOriente, con fecha del 3 de diciembre de 2018, en una crónica se menciona a Restrepo como gerente de la Beneficencia y como artífice de la existencia del hospital San Juan de Dios de Rionegro:

“1963: El doctor Hugo Restrepo Arango, gerente de la Beneficencia de Antioquia, entrega en marzo el nuevo edificio, pero sólo el 26 de mayo empieza el traslado de los implementos y de ocho pacientes que requerían vigilancia médica constante”.

***


Entrando en materia

Dice “el Gato” que ni la pobreza ni la soledad ni los años le han quitado a Ángela la lucidez ni la memoria. En sus frases ella lo confirma.

De la materia que más sabe es de loterías. Y ante la evidencia de que el negocio, para los que la venden en las calles, se ha venido a menos, “la Gatica” tiene claras las razones.

“La lotería se metió una caída muy grande para nosotros lo que hace que la pusieron a jugar por línea y se abrió eso de Gana, que ya es la que vende todo, porque es electrónica y es la que está haciendo la plata”. Se sabe que la empresa Gana tiene la concesión como operador de las apuestas permanentes en Antioquia, desde 2006.

Angela también atribuye las malas ventas a los casinos, pues la mala situación económica de la gente es la que, dice, la empuja a jugar “a ver si un golpe de suerte le compone la vida”.

¿Cuál fue el penúltimo?

De los 12 loteros ciegos que tuvo el Parque Berrío (según el censo de la U. de A), o los 24, según la memoria de “la Gatica”, hasta hace dos años apenas quedaban dos: ella y Manuel Vicente Naranjo, a quien sigue añorando en las afueras del histórico edificio La Bolsa, al lado de la iglesia de La Candelaria, donde se han ubicado todos a lo largo de 70 años.

“Yo le decía Vicentico, era jubilado del Idema (Instituto de Mercadeo Agropecuario) y muy querido conmigo, lo extraño todos los días, se murió el 17 de octubre de 2017”, recuerda y expone los motivos por los que ya no están los otros 23 que laboraron junto a ella a lo largo del tiempo.

“Estoy sola porque ellos se murieron, de viejos o de enfermos, ¿de qué más se iban a morir si todos eran pobres y nunca pensaron en dejar de trabajar?”, advierte.

Pero no todos se fueron al mismo tiempo. Carlos Pulgarín, quien llegó a vender la suerte en el mismo lugar hace 18 años, sostiene que cuando instaló su pequeña mesa y su silla en la esquina que da a la calle a Colombia, había menos de 24 invidentes.

“Recuerdo que había solo seis, y cuando menos pensé no fue quedando ninguno. Solo recuerdo a uno al que le decían ‘el Venado’ y que se murió no hace mucho”, afirma Pulgarín, que no tiene idea de cuántos loteros puede haber hoy en día en el sector.

A golpe de vista, se observan más de 40, distribuidos a lo ancho de la iglesia La Candelaria y el edificio La Bolsa, entre las calles Colombia y Boyacá, apeñuscados pero muy organizados, muchos de cabello blanco y que ya comparten espacio con vendedores de veneno para las cucarachas o de minutos de celular.

El escritor Darío Ruiz Gómez, que también es urbanista y estudioso de los fenómenos sociales del Centro, atribuye la ausencia de los loteros invidentes a la proliferación de delincuentes que se tomaron el Parque Berrío, que empezaron a cobrarles extorsión a los vendedores ambulantes y estacionarios, de lo que no se escaparon ni estos insignes veteranos que otrora le dieron identidad al “corazón de Medellín” cuando el parque era el lugar emblemático de la ciudad.

Sola con la soledad...

“La Gatica”, que debe su apodo al profundo amor que siente por estos felinos, dice que habla muy poco con sus colegas loteros, pues a muchos ni siquiera los conoce.

“¿De qué vamos a hablar?... uno acá tiene que cuidarse porque no hay sino ladrones”, afirma esta mujer, que ríe poco, dice frases sarcásticas y no frena su lengua para referirse a la sociedad actual, tan azotada por la criminalidad.

“Bernardo dice que me gustan los muertos porque lo pongo a que me lea el Q’hubo, pero no, cómo me van a gustar, tantos muertos significa que vivimos en un país en guerra y eso no es bueno”.

Sostiene Diego Vergara, otro amigo de Ángela María, que ella es una mujer sola y por eso él decidió, hace ya más de dos años, dedicar un poco de tiempo cada día para acompañarla y ayudarle.

“Yo trabajo en una entidad financiera, la conocía vendiendo la lotería, pero un día la vi en misa, solita, eran como las seis de la tarde y esa vez no vino un muchacho que siempre le ayudaba para coger el bus, entonces yo lo hice”.

Desde entonces, él le lleva almuerzo, le conversa y hasta le ayuda a vender billetes.

“No es verdad que los loteros ciegos reconozcamos los billetes, ya me han metido falsos, usted sabe que hay muchos ladrones, y ¿por qué no me habrían de robar a mí?”, afirma esta mujer lúcida y dulce con aquellos a los que les reconoce la voz.

“¿Que cuántos años quiero vivir?... ninguno, ya quiero irme, y no pregunte tanto que no le voy a dar la entrevista”, responde luego de casi una hora de diálogo en el umbral del edificio La Bolsa, donde tiene su silla y es de las pocas loteras que no usa mesa. Los billetes de la suerte los pone sobre un maletín que guarda, tal vez, todos los secretos de una octogenaria ciega que se nota cansada de luchar en las calles para ganarse la vida y que, sin saberlo, es un patrimonio de la ciudad, uno de los tantos que se extingue como se mueren los árboles, de pie.

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