En un toldillo, a unos 75 centímetros del suelo, hay una cama de madera cuyo colchón es un montón de hojas de palma apiladas para pasar no más de una noche, máximo dos. Sobre el lecho improvisado hay un plástico y un morral, y sobre el morral hay un traje de baño, un perfume y un espejo. El resto son tres armas y un reguero de balas: una pistola calibre nueve milímetros a la que le caben 32 proyectiles, un cuchillo, y un fusil 5.56 que de dispararlo, podría atravesar un oso o un venado, habitantes de esas selvas antioqueñas.
Sentada en esa caleta improvisada está “Yadira Gómez”. Tiene los ojos pequeños, piel blanca y un cabello largo y dorado con puntas terminadas en un rojizo encendido, artificial. Toma el fusil y lo apoya contra sus muslos.
—Yo soy “Yadira Gómez” y llevo 15 años en la guerrilla.
Su historia en las Farc comenzó cuando era menor de edad.
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El Nudo de Paramillo es un silbido de animales diminutos y grandes que se mezcla con un vaho sofocante que empapa la ropa, la piel. Los árboles son un filtro por el que apenas entra la luz. Entre troncos altos que parecen cerrarse en el cielo, una treintena de toldillos se confunden con la vegetación espesa y parecen una ciudad diminuta. Hay una cocina, y un comedor. Un claro robado a a la selva con un machete, sirve a los guerrilleros como aula para estudiar comunicados enviados desde Cuba vía satelital, y minutos después se convierte en una pista donde bailan y toman vino.
“Yadira” se mueve firme, nerviosa. Tiene mando en el frente y lo hace cumplir. Sonríe. La rudeza de su rostro la enmarca una boina verde olivo con la imagen del Che Guevara, punteado por dos estrellas. Su estatus parece cargarlo en esa boina.
—Vamos a limpiar todo esto. Camarada “Daniela” encárguese de la ración que se les va a entregar a los compañeros. Los otros vamos a terminar el rancho.
La orden se riega como la pólvora que alguna vez utilizaron las Farc para preparar los explosivos con los que atacaron a la Fuerza Pública, y esa orden se hace más recia cuando se tercia su fusil, la pistola y el cuchillo. El toque femenino se lo da un par de anillos —un delfín y un corazón en su mano derecha—, y una gargantilla tejida con su nombre que se ha convertido en su documento de identidad, porque “Yadira”, como la mayoría de guerrilleros que entraron a las Farc desde niños, carecen de una tarjeta o cartón de identidad.
—Yo entré a las Farc porque me gustaba. Un día fui y les dije que me llevaran, pero el comandante me dijo que no, que yo era muy niña. Yo les dije que si no me llevaban me iba para el Eln y entonces ellos me dijeron que iban a pensarlo un rato.
— ¿Y cuánto fue ese rato?
—Cómo tres horas, dice.
A los 14 años “Yadira” dejó a su familia y a su pueblo, un enclave en el Nordeste antioqueño rodeado de minas de oro que fue como la miel para la captación de recursos por los grupos armados ilegales, y lo llevó a padecer las incursiones de las Farc, el frente Héroes de Anorí del Eln, y el Bloque Central Bolívar de las Auc.
La tierra donde le cuidan a su hija de siete meses aún sufre la embestida de los nuevos grupos paramilitares disputándose el territorio por el negocio de la coca y la minería, disputas que han dejado una estela de muertos en más de 30 años de confrontación.
—Hace poco vi a mi hija. Está bien cuidada. Vamos a ver cuando pase todo esto que dispone la organización porque sí quisiera estar con ella.
“Yadira” habla del proceso de paz. En esta última etapa de los diálogos entre el Gobierno y las Farc la dinámica del conflicto ha cambiado, por lo menos en esta zona del Nudo de Paramillo. En su tono recio la guerrillera, de 29 años, cuenta que las hostilidades han bajado y dice ser capaz de darle la mano a su “enemigo”.
“Le diría a un soldado que somos hermanos, somos hijos de un pueblo, son iguales que nosotros. La diferencia es que ellos defienden la oligarquía y nosotros la clase pobre, pero le diría que estábamos equivocados luchando tanto ellos contra nosotros”, cuenta.
Guerrilleros están tranquilos
Tres o cuatro años atrás, cuando el retumbar de las bombas y el sonido seco de los fusiles no le daba el más mínimo respiro a “Daniela” para mirar las fotografías de su hija guardadas en un cuaderno, levantarse a las 4:30 a.m. era la rutina del frente 18 de las Farc. Luego seguía el baño, el desayuno, y la instrucción militar.
Pero hace poco más de un año “Daniela” —ojos negros, cabello largo y contextura gruesa— y los otros 300 integrantes de esta estructura ilegal, pueden levantarse una hora más tarde. El acoso de las Fuerzas Militares ha cesado en un 100 por ciento —como afirma Elmer Arrieta, de la dirección del frente—, y no hay planes de atacar a la Policía o al Ejército, quemar un bus en la vía, sembrar una mina antipersonal o derribar una torre.
Pese a esta relativa calma, hace cuatro años “Daniela” no ve a su hija. La razón, más allá de la seguridad, es el temor a los seguimientos de la Inteligencia Militar.
—Mi hija va a cumplir 10 años. Uno como mamá la extraña, pero cuando se prestan las condiciones uno la puede ver porque la organización nos da el permiso, pero a veces es muy difícil, cuenta.
Como “Yadira”, “Daniela” carga un fusil, pero también es la encargada de sanar las heridas, calmar dolores de cabeza y hacer rendir las provisiones en este campamento guerrillero compuesto en su mayoría por hombres.
Junto a la quebrada de un agua tan fría que congela los dedos, incluso un rato después de haber salido el sol, “Daniela” espera su turno para bañarse. Vigila su entorno desde un árbol, se quita una pañoleta negra de su cabeza y acomoda su arma.
Ahora está más tranquila, pero no relajada. Han pasado los días de eternas caminatas, de aguantar hambre o pasar una noche mojados por cumplir una misión. En los campamentos tienen buenas provisiones. —Comemos carne, arroz, plátano—, asegura.
El tiempo, utilizado antes para el entrenamiento militar y en la planificación de los ataques, ahora lo usa en estudiar, y ya sí le da un respiro. Un respiro para pensar qué será de ella cuando se firme la paz. Un respiro para creer que no tendrá que esconderse para ir a buscar a su hija y encontrarla en hojas de un cuaderno amarillento guardado en su morral de guerrillera.
El 18 y su temor a la paz
De una bolsa transparente donde guarda su uniforme con apariencia de nuevo —como el del resto de guerrilleros—, una toalla y un jabón, “Franklin Gutiérrez” saca un espejo y una máquina de afeitar. Sin afán pule su bigote, el mismo que lo delata como el guerrillero más veterano del frente 18.
Ingresó a los 29 años de edad, una etapa inusual para entrar a la guerrilla, pero, dice, se sintió muy perseguido y hasta con riesgo de perder su vida, entonces decidió internarse en la selva hace 19 años.
Sin dejar de mirar el espejo, “Franklin” cuenta que hizo parte del Partido Comunista, después orientó los jóvenes en las milicias hasta que el temor se hizo insostenible y pidió ingreso a las filas.
“Me sentí muy perseguido y con riesgo de perder mi vida, ahí fue cuando tomé la decisión”, cuenta “Franklin” una vez termina de ponerse su uniforme verde, muy similar al de la Policía Nacional, y de ajustar la correa sobre su barriga pronunciada en la que sostiene un machete, una cantimplora y munición para su fusil de fabricación estadounidense, nada parecido al tradicional AK47 utilizado por otros insurgentes .
Como otros de sus “camaradas”, “Franklin” siente temor en el proceso de paz, o por lo menos, en que lo acordado sí se aplique en Colombia, porque afirma, una cosa es lo que dicen en la isla de Fidel Castro, y otra la que muestran los medios de comunicación.
Para “Franklin”, sobreviviente de muchos combates, incluso contra grupos de autodefensa, el fenómeno sin resolver del paramilitarismo lo desvela un poco, y más al enterarse por su comandante, que estos grupos han amenazado a los campesinos, a los guerrilleros y sus familiares.
—El fusil no lo soltamos hasta no sentir que tenemos garantías.
—¿Pero están listos para el desarme? ¿Dejarán las armas?
—Aún se ve muy seria la amenaza del paramilitarismo. concluye el guerrillero.
Si se le pregunta a “Franklin” sobre su futuro después de la firma del Acuerdo Final, responde como todos los guerrilleros: no depende únicamente de él, sino de la decisión de los comandantes que adelantan la negociación.
“Nosotros atendemos determinaciones. Si yo doy la capacidad para trabajar en una ciudad, allá me pondrán, y si doy la capacidad para quedarme en una región como esta, dirigiendo lo agrario, a las comunidades, de pronto teniendo en cuenta que nosotros seguimos el proyecto revolucionario y debemos seguir con el control que tenemos en las regiones nuestras donde no dejamos robar, no dejamos asesinar así porque sí, entonces si me necesitan en esa área, ahí me quedaré”, explica
La vida en la rutina del frente 18 de las Farc ha cambiado. Siguen patrullando parte de las 460.000 hectáreas del parque Natural Nudo de Paramillo, entre Antioquia y Córdoba; y duermen en algún sitio en los 3.960 metros sobre el nivel del mar. Ya prácticamente no hay combates. Lo dice su comandante alias “el Flaco”: “las órdenes fueron no más munición, no más compra de armas; cero entrenamiento”.
Al caer la tarde, en esa manigua húmeda, el tiempo ya les alcanza para una “bailadita”. No como las de antes, cuando la guerra les permitiera hacerlo, sino tranquilos, sin el sonido de aviones cargados con bombas sobre sus cabezas. Sentada en su toldillo “Yadira” se niega a bailar, y la ciudad diminuta se camufla en las sombras del Paramillo, rasgadas apenas por los sonidos nocturnos de la selva.
300
guerrilleros integran el frente 18 de las Farc, que ha tenido presencia histórica en el Norte de Antioquia y Sur de Córdoba.