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8 y 2
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Recuerdo una anécdota que contó Juan Carlos Onetti en su libro “Confesiones de un lector”. Un día salió de la oficina donde trabajaba, pasó por una librería y compró el último número de la revista Sur, revista fundada y mantenida por Victoria Ocampo. Mientras caminaba por alguna calle del centro, abrió la revista y encontró por primera vez en su vida el nombre de William Faulkner. Había una presentación del escritor desconocido y un cuento. El cuento estaba mal traducido al castellano, pero apenas lo empezó a leer, entre peatones y automóviles, decidió meterse a un café para terminarlo. Entre más leía más aumentaba el embrujo. El cuento hizo que olvidara todo lo demás, hasta la cita que lo esperaba en otro lugar.
Por alguna razón, cuando leí esa historia, me quedé pensando en la cantidad de cosas que uno descubre a veces sin querer, en un kiosquito irrelevante, en el anaquel olvidado de un almacén que decora con libros, en el lugar más recóndito de la carreta de un reciclador que uno ve pasar mientras cambia el semáforo. Así me encontré entre tomos de lomo rojo de derecho, las obras completas de León de Greiff, editadas por Alberto Aguirre: “Un lánguido sauz que se desfleca/ del parque añoso en retirado punto,/ dentro el hostil silencio cejijunto,/ bajo la noche azul, inmóvil, seca...”, me acuerdo que leí casi temblando tratando de disimular la ansiedad de mi hallazgo para que el vendedor de libros de montón no se diera cuenta del precio que podría costar llevarme a casa esa felicidad.
La ciudad siempre es un escenario de lecturas inesperadas, de cafeterías y parques que nunca más se borran, porque uno arma su ciudad también con los libros que encuentra y lee por ahí, sin pensarlo. Me acuerdo que hace años iba por el centro de Medellín con la noviecita de aquellos días, rumbo a alguna función de domingo, y me resultó imposible no fijarme en los tendidos de libros baratos de la avenida La Playa. Esa vez me alegró la tarde encontrar rodeado de libros fervorosos “Años inolvidables”, de John Dos Passos. Lo pagué, y con la plata justa para las boletas nos fuimos corriendo para no llegar tarde. La película fue más bien irrelevante, pero después de la función empezamos a leer en voz alta en el Parque del Periodista hasta que nos cayó la noche y la algarabía. La historia siguió después en el metro. También me acuerdo que a Giovanni Papini lo conocí en Envigado, en una casa que se llamaba Stultifera Navis (la Nave de los Locos), desde entonces ese autor me acompaña, así esa casa magnífica de encuentros y tertulias ya no exista.
A una ciudad le lucen los libros tanto como los recuerdos que quedan por esas historias, por esos autores que uno va encontrando sin querer entre calles y transeúntes y hacen que la vida sea más vida.