El año de las perplejidades electorales ha cerrado el círculo con el hecho político de mayores consecuencias para el mundo entero: la elección de Donald J. Trump como presidente de los Estados Unidos. El empresario y hombre espectáculo que incursiona por primera vez en política electoral y, contrariando todas las reglas, saltándose todas las normas que supuestamente deben observarse para tener éxito en la vida política, llega a la cumbre de la primera democracia mundial.
El millonario que se jacta de su fortuna -real o inflada-, que dice que es inteligente por no pagar impuestos, quien prometió “hacer grande América otra vez”, el candidato cuyo cubrimiento inicial lo hacían los medios en la sección de entretenimiento, es el nuevo “Comandante en Jefe”. Una noticia que, de haber sido prevista hace solo diez meses, habría llevado a ridiculizar a quien lo hiciera.
El mundo entero se interroga, ante todo, si será posible esperar que Trump se convierta en un estadista. Si podrá despojarse de su papel de showman escandaloso y asumir en serio que ocupará el cargo de George Washington, de Franklin D. Roosevelt, de Dwight Eisenhower, de John F. Kennedy, incluso el de Ronald Reagan, con quien de manera impropia lo comparan algunos.
En política exterior, pocos han logrado encontrarle a Trump un programa hilado y consecuente. Sus planes han sido ocurrencias todas ellas inquietantes o abiertamente dañinas, como su propuesta de segregar a los inmigrantes, separar a México con un muro, continuar con el embargo a Cuba, renegociar o revocar los tratados de libre comercio. Europa tiene razones para temblar. Siempre reticente ante el poder norteamericano pero tan dependiente de sus decisiones económicas y diplomáticas, ahora no sabe qué será de tantos proyectos comunes. Así también América Latina. Y Colombia, en lugar principal, sobre la que no hubo una sola referencia en la campaña. La adhesión y el aval del gobierno estadounidense al proceso de paz con las Farc puede verse condicionada a un nuevo libreto que todos ignoran. Para Trump, con casi total seguridad, el narcotráfico no será una actividad conexa al delito político para financiar “el derecho a la rebelión”.
En política interna, el nuevo presidente prometió echar atrás la reforma al sistema de salud lograda por Obama, proteger el empleo de los norteamericanos, a su juicio sacrificado en los tratados de libre comercio a favor de terceros países; dice que frenará la inmigración ilegal y que restringirá el acceso de musulmanes provenientes de países que fomenten el terrorismo. El votante de la América profunda que confió en Trump cree también que su poder adquisitivo aumentará y que no tendrá que destinar parte de su salario a financiar una clase política que juzga parásita y amoral.
En su primer discurso como presidente electo Trump fue cauto y conciliador. Como lo fueron la candidata derrotada, Hillary Clinton, y el propio presidente Barack Obama. Ninguno de estos dos tachó de ignorantes o mezquinos a quienes votaron por su opositor. Honraron una tradición americana profundamente arraigada de respetar la democracia -como deberá hacerlo Trump- y llamaron a la unión de un país que queda profundamente dividido.
El Congreso (Senado y Cámara de Representantes) también quedan con control republicano. Un poder concentrado que podría lo mismo ayudar a la gobernabilidad si esta va por el trazado de la democracia, o de contrapeso si el poder presidencial incurre en desafueros. La incertidumbre, en todo caso, es el signo de estos tiempos y la mayoría electoral estadounidense optó por jugar una apuesta extremadamente arriesgada.