La dinámica, fluida y permanente interconexión planetaria que trajo internet, en principio de correos personales, portales corporativos y blogs de autor, entró los últimos diez años al escenario hiperactivo, de comunicación polifacética y de exposición incontenible de las redes sociales.
Son numerosas y de múltiples propósitos en su origen e inspiración, pero bien pueden terminar entremezclándose en sus finalidades y sus usos, ello sobre la base de que nadie, en principio, está obligado a presentar fielmente su identidad, con su huella dactilar, su número de ciudadanía y algún acta de nacimiento, que además corrobore su edad para acceder a ciertos contenidos. La impersonalidad es, además, otro recurso.
La libertad para moverse en las redes, mientras la actividad del usuario no se torne una amenaza para ciertas autoridades nacionales y trasnacionales, es relativamente amplia, por no decir que total.
Esa libertad bien entendida es sin duda una llave para abrir puertas a un conocimiento, un relacionamiento y un entretenimiento casi infinitos. Pero malformada en los desmanes, la mala fe, el espionaje, la delincuencia, el dolo y la insalubridad mental, entre muchas conductas reprochables y posibles en internet, se convierte en una amenaza social en cientos de escalas y para millones de individuos.
Desde ese escenario macroplanetario en el que situamos esta reflexión, nos es posible señalar cómo, en un nivel más nacional y local -digamos doméstico-, el uso de las redes sociales (de fotos y videos, de amigos, de conversación instantánea, de información y demás) empieza a concretar los peligros de este poder comunicacional en las manos de usuarios irresponsables. Desde crear cadenas de terror y amenaza en los chats, hasta engañar menores para inducirlos a la prostitución y el abuso sexual. Desde divulgar mensajes anónimos de competencia desleal corporativa, dañinísima, hasta celebrar actos criminales y brutales contra otros ciudadanos, animales y bienes.
Hace dos meses este diario quiso poner su granito de arena en la inmensidad del ciberespacio, y en el ámbito de las audiencias que lo consultan, para invitar a los integrantes de esas comunidades virtuales a emplear con respeto y responsabilidad los recursos de aceptación y calificación disponibles. Pero, en el fondo de su esencia, y más allá de las redes más o menos populares -y de las que están por nacer-, el sentido de este llamado era despertar conciencia sobre las lesiones gravísimas a la honra, los bienes y la integridad de las personas naturales y jurídicas, y sus entornos, que pueden acarrear la ligereza y la mala fe en el empleo de estos medios de comunicación modernos, libres y democráticos.
Se trata esa campaña, como este editorial, de suscitar la reflexión individual y colectiva frente a la potente y fabulosa herramienta de interacción que son las redes sociales -tan jóvenes en su legislación y existencia como su red madre, la internet-, para que su acceso en nuestro país y en nuestra región no sirva a intereses oscuros y desviados de sujetos y grupos, sino a la felicidad de una comprensión y un encuentro humanos favorecidos por la tecnología.
El ritmo de desarrollo de nuestros organismos de seguridad y control y la legislación interna, en torno al tema, demandan total agilidad. Así como se requiere que todas las instituciones (¡reales y virtuales!) adhieran a la idea de que es posible tejer mejor nuestras redes... sociales.