Arranca la nueva legislatura en el Congreso y tanto los partidos políticos como el Gobierno hacen sus anuncios sobre iniciativas que esperan se conviertan en leyes. Son múltiples los sectores que requieren la formalización de sus actividades o la definición de sus límites mediante ley, así como también es cierto que hay cientos de leyes que regulan toda una pluralidad de materias y de prestaciones que esperan, aún estando vigentes, una mirada misericordiosa por parte de los poderes del Estado para ser cumplidas.
El Congreso ha medido tradicionalmente su efectividad según el número de leyes aprobadas en la respectiva legislatura. Si bien esa es una de sus principales funciones, no es menos importante la de ejercer control político al Gobierno, labor que realizada de forma idónea refuerza la calidad democrática de las instituciones.
Las sociedades cambian y los comportamientos sociales están en permanente mutación, condicionadas no tanto por las leyes promulgadas, sino por la evolución cultural y la implantación de las realidades sociológicas del momento. La normatividad jurídica unas veces se acopla a esos cambios, y otras veces pretende modificarlos o dirigirlos. De allí que el poder legislativo del Estado deba asumir las exigencias de mejora y transparencia que una democracia demanda, pues circunscribir el éxito de su misión a la sola aprobación de una ley es quedarse a menos de mitad de camino.
Por señalar un caso concreto, el presidente del partido de la U anuncia un proyecto para crear el Ministerio de Seguridad Ciudadana y así, dice, “atender la principal queja de los colombianos que es la delincuencia común”. Realmente lo que los colombianos esperarían sería una aplicación de las leyes en materia de seguridad ciudadana, más que la creación de otras estructuras burocráticas que diluyan en despachos ministeriales las responsabilidades y objetivos de las Fuerzas Armadas, específicamente de la Policía.
Así que no es que los colombianos esperemos una catarata de leyes nuevas sobre todos los temas habidos y por haber, sino más bien una racionalidad legislativa que puede conllevar, incluso, la derogación de normas que las realidades de tiempos nuevos no justifican como componentes del ordenamiento jurídico.
Escuchando los discursos de instalación del Congreso, el pasado lunes, y las promesas anunciadas por los presidentes de los principales partidos en este periódico el 20 de julio, podemos esperar proyectos en materia de justicia, inversión agropecuaria, uso medicinal de la marihuana, y lo que el presidente denomina reforma rural integral. Esta última, a propósito, lanzada específicamente como reto al Congreso y al mismo Gobierno, para que demuestren que “sí somos capaces de hacer reformas que favorezcan a los más necesitados”.
Y no podemos dejar pasar por alto las reiteradas referencias del presidente de la República a la Patria Boba. Lo hizo como elemento de apoyo a un insistente llamado a la unidad de propósitos, a dejar las divisiones y a unirse en torno a la paz. Creemos que este mensaje puede ser bien intencionado pero introduce factores de distracción. El qué (la paz) puede concitar unanimidad. No así el cómo. Y discrepar de ello por las vías democráticas del debate político no tiene por qué ser tachado de obstruccionismo o de intolerancia. Es simplemente el ejercicio de una atribución de la oposición democrática, precisamente la que no carga y dispara el fusil para hacerse oír.