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Un Estado que convierte al empresario en enemigo erosiona no solo la economía, sino el tejido de confianza que sostiene a la sociedad.
Las asambleas y congresos gremiales han sido, históricamente, espacios para analizar la marcha del país, conocer las propuestas de los gobiernos de turno e intercambiar opiniones entre empresarios y funcionarios. Sin embargo, nunca como ahora se habían roto, de manera tan radical, los canales de comunicación.
Ni siquiera en el gobierno de Ernesto Samper, tan polarizado por el proceso 8.000, se presenció una animadversión de esta magnitud. En el autodenominado gobierno “del cambio”, la ruptura con los gremios es total. Aunque se intente responsabilizar a los empresarios, lo cierto es que el primer paso en falso lo dio el presidente Gustavo Petro, quien inició su relación con el sector privado con un tono confrontativo.
En sus tres años de mandato, Petro no ha tenido un solo gesto de cordialidad hacia los empresarios ni hacia sus gremios, a los que ha calificado con términos que van desde “esclavistas” y “fascistas” hasta “vampiros” y “ladrones”. Es como en un mal matrimonio en el que se espera cariño después de la agresión: imposible construir confianza sobre la base de la hostilidad.
En su momento, Laura Sarabia intentó un acercamiento invitando a varios de los llamados “cacaos” a reunirse con el presidente en Cartagena. Pero el resultado no pasó de una foto para la prensa.
En el fondo, la visión ideológica de Petro refleja una desconfianza profunda hacia las empresas y hacia lo que él denomina “el capital”. Así, cuando los gremios manifestaron sus preocupaciones por el impacto de reformas como la tributaria, la laboral o la de salud, el mandatario, en vez de propiciar el diálogo y la conciliación, optó por construir un relato de antagonismo.
Paradójicamente, quien en el Congreso criticaba a los gobiernos por su intolerancia al disenso, hoy parece incapaz de aceptar opiniones contrarias. Ignora así que los gremios cumplen la función legítima de analizar la coyuntura nacional y defender los intereses de sectores productivos clave: manufactura, construcción, hidrocarburos, minería, agro y salud, entre otros.
No sorprende, entonces, que por primera vez en la historia de los congresos gremiales, un presidente no haya sido invitado al congreso de la ANDI, que comenzó ayer en Cartagena. En 2022 asistió gracias a gestiones de Sarabia; en 2023 canceló a última hora; en 2024 rechazó la invitación pese a la visita personal de Bruce Mac Master; y este año, ante el evidente desinterés, el gremio decidió no convocarlo. El propio mandatario ha dicho que no le agrada asistir a estos espacios “de la oligarquía”.
La ausencia no se limita a la ANDI: Petro tampoco ha asistido a congresos de comerciantes ni a la mayoría de gremios, salvo a Asobancaria. Con algunos líderes gremiales ha sostenido enfrentamientos directos. En mayo de este año, dio crédito a una versión del senador Wilson Arias que acusaba a la ANDI de promover un caos en la salud para desestabilizar al gobierno. También ha acusado a Fenalco de tener vínculos con el paramilitarismo y de participar en ataques contra civiles, lo que ha generado reacciones airadas.
En otros episodios, amenazó a los cafeteros con quitarles el manejo del Fondo Nacional del Café; dijo que Pablo Escobar “palidecía” ante las ganancias de las generadoras de energía; y descalificó a médicos y enfermeras, acusándolos de vivir en una burbuja de privilegio.
En este clima, es poco probable que se logre un acercamiento. No hay voluntad del Gobierno, y la que quedaba en los gremios se ha agotado. Esto es grave en momentos en que se discute una megarreforma tributaria para recaudar 26 billones de pesos y se avecina la negociación del salario mínimo, donde el presidente ya ha advertido que impondrá un aumento sustancial sin consenso en la mesa de concertación.
Cabe recordar que, según la más reciente encuesta de Invamer, los empresarios tienen una favorabilidad del 57,7%, mientras que Petro registra apenas un 37%.
En política, la discrepancia es inevitable, pero la ruptura es opcional. Los gobiernos pasan; las instituciones y sectores productivos permanecen. Un Estado que convierte al empresario en enemigo erosiona no solo la economía, sino el tejido de confianza que sostiene a la sociedad..