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Colombia entera contuvo el aliento durante 65 días. Cada parte médico sobre el estado de salud de Miguel Uribe Turbay era recibido con una extraña mezcla de esperanza y desasosiego. El país respondía, en una especie de ritual, con millones de plegarias silenciosas esperando lo imposible. Tal vez en lo más profundo creíamos que sí se había dado un primer milagro –el de sobrevivir al atentado– podría algún día también despertar para demostrar que en Colombia la esperanza podía ganar esta batalla.
Nos duele Miguel Uribe. Sentimos como nuestro el dolor de su familia. Admiramos la entereza con la que afrontaron una agonía que no se le desea a nadie. Pero nos duele más Colombia. El asesinato de Miguel Uribe Turbay es una herida profunda en nuestra democracia. No hablamos solo de su tragedia personal, que ya de por sí es desgarradora, sino también de cómo la confianza del país quedó rota, otra vez, en mil pedazos. Nuestro país ostenta el penoso y triste récord en el continente de tener el mayor número de candidatos presidenciales asesinados en las últimas décadas. Jaime Pardo Leal, Luis Carlos Galán, Carlos Pizarro, Bernardo Jaramillo, y ahora Miguel Uribe. Contra uno de México, otro de Brasil, y pare de contar.
Con la muerte del senador de 39 años, padre de familia y una prometedora figura política, Colombia revive uno de sus peores temores: que la política siga siendo un campo minado en el que la palabra no basta y las ideas se intentan callar con plomo. La imagen de Miguel, abatido por las balas en un acto de campaña el 7 de junio, quedó tatuada en la memoria del país.
Al dolor se suma el desasosiego que produce el comportamiento del presidente Gustavo Petro antes, durante y después de la tragedia. Ahí están sus decenas de mensajes en X contra el entonces senador Uribe. En el último, apenas dos días antes del ataque, lo acusó de ser “el nieto de un presidente que ordenó la tortura de 10.000 colombianos”. Días atrás, en plaza pública, había advertido que si no se votaba su consulta popular “iban a borrar a esos congresistas”. Y en mayo agitó la bandera de “guerra a muerte”, mientras lanzaba palabras como misiles contra el Congreso.
No se trata de culpar a Petro del atentado. El deber de la justicia es encontrar a los responsables de semejante acto criminal. Pero sí corresponde, como ejercicio de catarsis pública, señalar una verdad elemental: en tiempos tan explosivos como los que vive Colombia, un presidente tiene la obligación de apagar incendios, no de avivar las llamas.
En una democracia frágil, donde la polarización es una herida abierta, un discurso imprudente puede convertirse en combustible. Petro todavía puede hacer un acto de contrición, porque reconocer el error y corregir no debilita al líder, sino que lo engrandece. Y en este caso, tal vez ayude en algo a sanar la herida en la sociedad.
Durante la agonía de Miguel Uribe, Petro tampoco tuvo el gesto básico de humanidad de visitar o llamar a su familia. Y, peor aún, un día antes de su muerte se permitió un mensaje desobligante, opinando sobre una decisión íntima y dolorosa que solo competía a los suyos. Y ayer, la tibieza de su reacción tras la muerte fue, por decir lo menos, reveladora. No solo se pronunció tarde, sino que su mensaje evitó centrarse en la tragedia concreta y en la persona que medio país lloraba. Prefirió hacer énfasis en la violencia histórica, en su experiencia como víctima y en su gobierno. La prioridad no fue acompañar el dolor, sino mantener intacta una narrativa política.
¿Qué hizo el Estado en estos 65 días para esclarecer el atentado y dar con los responsables? La impunidad sigue, hasta ahora, acechando, alimentando el mensaje perverso de que atentar contra un líder político es posible y rentable. Esperamos que la Fiscalía pueda avanzar pronto en sus pesquisas. Así como la justicia decidió hace poco concentrar a un juez en un solo caso, y ahora a los magistrados también, no es descabellado reclamar que a la investigación sobre el asesinato de Miguel Uribe se le dé extrema prioridad. No es un caso cualquiera, detrás de este asesinato está alguien que atacó a una figura clave de la oposición y pretende desconfigurar al país.
Si queremos hacer un homenaje a Miguel Uribe debemos tomar su vida como ejemplo. A pesar de quedar huérfano a los cuatro años, luego de que mataron a su mamá, mientras estaba secuestrada, Miguel nunca asumió el papel de víctima, ni mucho menos tuvo miedo. “Si mi mamá estuvo dispuesta a dar su vida por una causa, ¿cómo no voy a hacer yo lo mismo?”, dijo alguna vez.
Mal haríamos en el país si no siguiéramos su ejemplo. Honrar su memoria significa negarnos a aceptar que la violencia marque nuestro destino. Más allá de las adversidades, más allá de que no cese aún la horrible noche, tenemos que mantener la esperanza. Y sobre todo trabajar cada día, hacer todo lo que esté a nuestro alcance para que en surcos de tantos dolores, el bien germine ya.
Porque si renunciamos a la esperanza, entonces sí, habrán matado algo más grande que Miguel Uribe: estaríamos permitiendo que maten la fe en que Colombia puede ser mejor.