Las más diversas encuestas que se publican en nuestro país arrojan múltiples resultados en los temarios puestos a consideración de los consultados, algunos de ellos con medidores de opinión contradictorios frente a las mismas preguntas.
No obstante, en algunas cosas coinciden, y no precisamente sobre aspectos coyunturales de la realidad nacional o de acontecimientos pasajeros, sino sobre puntos esenciales para la calidad de una democracia como los relativos a la confianza pública y la credibilidad en las instituciones.
Por ejemplo, en los Gallup Poll que publica este diario cada dos meses, la favorabilidad de las instituciones públicas, y por ahí derecho de los funcionarios que las representan, lleva largos períodos de estancamiento, o de caída progresiva a los escalones más próximos al desprestigio.
Si el Congreso ha ocupado desde hace décadas los últimos lugares en la confiabilidad que les inspira a los ciudadanos, la caída radical que han sufrido en los últimos cuatro años las más altas entidades del poder judicial, y la rama misma como personera del servicio público de justicia, generan desazón y alarma.
Ya habíamos tenido oportunidad de analizar la afirmación de la encuestadora Gallup, a raíz de sus 20 años de mediciones de opinión pública en el país, que en septiembre pasado concluyó que “en la actualidad se vive el menor nivel de credibilidad institucional en el país”.
Es, evidentemente, la fotografía de lo que buena parte de la sociedad siente y que traduce luego en inconformidad, en un juicio negativo de todo lo que representa la institucionalidad estatal, a sus ojos ineficiente, permeada por la corrupción generalizada y tomada en buena parte por un poderoso colectivo de dirigentes que asumen la gestión de lo público con objetivos de beneficio particular.
A pesar de que no todo el ejercicio político sea deleznable, ni todas las instituciones estén manipuladas por prácticas corruptas, ni sus funcionarios estén dedicados en bloque a saquear las arcas públicas (al final, algo alcanza a invertirse en desarrollo social) el juicio de reproche se torna totalizante y a la postre todos terminan metidos en el mismo costal de repudio mayoritario.
Eso es grave para la legitimidad de las instituciones. Un clima generalizado de desconfianza tiene efectos nocivos en todos los niveles. Incluso en aquellos que no se consideraban afectados por la mala imagen frente al público.
Por citar un caso, la encuesta de YanHaas publicada por El Tiempo el pasado domingo, que revela los datos del estudio “Mood of the Country”, indica que solo el 36 por ciento de los encuestados manifiesta confianza en el sector empresarial, cuatro puntos menos que el año pasado, siendo el resultado más bajo entre los países vecinos.
¿Es tan grande la crisis de confianza que se presenta en Colombia, que ya hasta el sector empresarial, tradicionalmente asociado con eficiencia, productividad y buenos resultados, se ve abocado a verse en los mismos bajos indicadores con los que la ciudadanía castiga a las instituciones públicas?
La falta de buen servicio al consumidor en casos puntuales pero muy sensibles seguramente influye en estos datos, en verdad inesperados. Pero no explica resultado tan adverso. Porque de seguir a este paso, más que una campaña de “Soy capaz” va a haber que iniciar una denominada “Puedo confiar en alguien”.
