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Estados Unidos pelea con su propia historia

¿Puede una nación que fue construida por inmigrantes renunciar a ellos sin implosionar? El dilema no es abstracto.

hace 7 horas
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  • Estados Unidos pelea con su propia historia

Las escenas que marcaron los primeros días de junio en Estados Unidos —redadas masivas en Los Ángeles, protestas callejeras con banderas mexicanas, y un despliegue militar ordenado por el presidente Trump— no son hechos aislados. Son síntomas de una transformación más profunda en esta gran potencia del mundo: la inmigración ya no es vista como el motor de la prosperidad, sino como el blanco predilecto de un gobierno que explota el miedo y olvida la historia.

Mientras vendedores ambulantes con banderas mexicanas y cánticos improvisados tomaron las calles, el presidente Donald Trump descalificó con vehemencia los disturbios y, en contra del gobernador demócrata Gavin Newsom, ordenó el despliegue de dos mil efectivos de la Guardia Nacional, luego reforzados con infantes de Marina: el conflicto por deportaciones masivas alcanza, cada vez, una escala nacional.

En paralelo, en un episodio que podría parecer ajeno, pero está íntimamente conectado, el Departamento de Justicia presionaba a Harvard para acelerar los trámites que impedirían la matriculación de estudiantes extranjeros, un precedente difícil de revertir para un país que históricamente se ha nutrido del talento que atrae su academia.

La postal—soldados en la calle y decanos bajo escrutinio—resume el momento: la inmigración se ha convertido en campo de batalla simbólico para los Estados Unidos. Que se esté haciendo así no necesariamente quiere decir que sea lo correcto o sea lo mejor para ese país.

¿Por qué crece la hostilidad? La explicación inmediata reside en la percepción de que el sistema migratorio se ha salido de control. Una encuesta de Gallup reveló en julio de 2024 que el 55% de los estadounidenses quiere reducir la inmigración —el mayor porcentaje desde 2001—, mientras apenas 16% prefiere aumentarla. La presión se percibe incluso entre votantes demócratas, que hoy en día aparecen más divididos que en años anteriores. El detonante es el desborde en la frontera sur: detenciones en máximos históricos y el uso masivo del asilo como “atajo” que permite permanecer años en el país antes de una audiencia. La sensación de que las leyes se han vuelto inocuas alimenta discursos políticos que promueven la idea de que la soberanía del país está en juego, concediéndoles a los republicanos y a Trump una ventaja que se materializó en la victoria electoral del año pasado.

Sin embargo, este estado de la opinión pública choca con dos realidades: una histórica y otra prospectiva. La mayor economía del mundo se ha construido, en gran medida, gracias a la inmigración, y las proyecciones demográficas indican que, de aquí en adelante, le será muy difícil mantener ese liderazgo sin los flujos migratorios que han marcado su rumbo durante los últimos dos siglos.

La tasa de fertilidad estadounidense lleva quince años por debajo del nivel de reemplazo: sin nuevos flujos, la fuerza laboral ya se habría estancado y el peso relativo de los jubilados se dispararía. Proyecciones oficiales advierten que, de cerrarse el grifo migratorio, el país perdería millones de contribuyentes y asumiría un déficit público cada vez mayor para sostener Medicare y la Seguridad Social.

Varias ciudades alejadas de los grandes polos urbanos —los suburbios del Medio Oeste que impulsaron el auge industrial de la primera mitad del siglo XX— muestran ya, como se observa en las naciones europeas envejecidas, la combinación tóxica de escuelas vacías, comercio moribundo y viviendas devaluadas ante la ausencia de nuevas familias: un anticipo de lo que se aceleraría en todo el país si la inmigración, que en las últimas décadas ha compensado la caída de la natalidad, se detuviera.

Pero, el aporte de los migrantes no es solo cuantitativo. La ventaja competitiva de Estados Unidos en sectores estratégicos descansa, en buena medida, sobre talento foráneo. Jensen Huang, taiwanés criado en Oregón, dirige Nvidia, pieza clave del dominio estadounidense en chips de inteligencia artificial.

El contrapunto revela el costo de no retener capital humano: Morris Chang, formado en MIT y Stanford, regresó a Asia para fundar TSMC y convirtió a Taiwán en epicentro de la manufactura de semiconductores, de modo que un eslabón crítico de la cadena de suministro genera desarrollo fuera del país y se ha convertido en riesgo geopolítico por las tensiones con China. El patrón se repite en biotecnología, energías limpias y defensa: alrededor del 40% de los investigadores doctorados en STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas, por sus siglas en inglés) nacieron fuera de territorio estadounidense. Si Estados Unidos les cierra la puerta, otra nación se las abrirá de par en par.

La evidencia muestra que capital y empleo se instalan donde existe capacidad innovadora: los emprendimientos fundados por ingenieros indios, chinos o latinoamericanos en Silicon Valley crean redes proveedoras, suben salarios y engrosan el recaudo de impuestos. Bloquear esa dinámica desplazaría proyectos a otros polos y erosionaría la fortaleza económica de Estados Unidos.

¿Puede una nación que fue construida por inmigrantes renunciar a ellos sin implosionar? El dilema no es abstracto. Ordenar la frontera no equivale a ceder ante la xenofobia, sino a recuperar legitimidad para una política migratoria que combine seguridad con visión estratégica.

Negarse a esa reforma es condenarse a una paradoja fatal: querer salvar la nación cerrando el paso a quienes, históricamente, la han salvado..

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