El miedo y la resistencia al cambio han sido siempre dos de los principales obstáculos para el desarrollo de la humanidad y para la propia evolución humana. Vencer el primero y cambiar la segunda han sido empeños en un proceso constante y quienes lo logran han dado impresionantes ejemplos al mundo mediante actos no necesariamente heroicos –que también– sino simplemente valientes, y han permitido la innovación, los descubrimientos y los inventos más inesperados.
Quienes deciden dar el paso, siempre encontrarán obstáculos. A modo de anécdota, se recuerda cómo en el siglo XIX, cuando los primeros ferrocarriles apenas empezaban a andar, el temor a esa máquina ruidosa contagió a los miembros de la Academia Médica de Lyon, en Francia, que alertaron sobre los efectos que tendría la gran velocidad a la que se desplazaba –apenas unos 20 kilómetros por hora– y advirtieron que al ver pasar las imágenes por la ventana con tal “rapidez” los pasajeros podrían sufrir trastornos en sus retinas y hasta podrían fallar sus pulmones o su corazón. Nada de esto ocurrió.
Cada vez que aparece una nueva tecnología hay quienes la miran con pavor. Algunas veces habrá prevenciones justificadas –como el desempleo que se genera u objeciones éticas sobre la autonomía humana– pero otras son simples prejuicios derivados del desconocimiento. Aparece la tecnofobia, un temor que se enmarca en otro más grande: el miedo al cambio. ¿Cómo explicarlo? Pues la respuesta –indica la neurociencia– está en el cerebro humano, diseñado para conservar los mismos patrones y hábitos que nos han mantenido lejos de la extinción como especie.
Este es un tiempo en el que, es verdad, enfrentamos amenazas y en la cotidianidad aparecen “predadores” con los que no sabemos cómo lidiar y nos mantienen el cuerpo y la mente en estado de estrés. Una posición defensiva hace que se rechacen los cambios –sea en el trabajo, o la que deriva de esa herramienta tecnológica que nos saca de la zona de confort–. Por no hablar de la llamada nueva normalidad. Con la llegada del coronavirus, estamos aprendiendo a convivir con un virus extraño que actualmente no podemos desaparecer y que amenaza nuestra estabilidad económica, las formas de socializar y de trabajar como las conocemos y la vida de quienes nos rodean y la propia. ¿Qué hacer entonces ante tanta incertidumbre?
Hay que empezar por aceptar que el cambio, sea buscado o no, es algo inevitable, casi que una ley de la vida. Y sí, es normal experimentar miedo, angustia, incluso rabia y frustración. De hecho, el miedo es clave para la supervivencia. La clave es no dejarse llevar por el lado oscuro del miedo, ese que lleva a la histeria colectiva, a creer en las cadenas falsas que se envían sin verificar y a caer en remedios engañosos y peligrosos. Ese miedo tóxico llega a ser más contagioso que cualquier virus y hace mucho daño.
La reflexión, en este inicio de un año retador y prometedor también, es a no dejar entrar ese miedo en nuestras casas, en nuestras mentes, en nuestras empresas, y en vez de paralizarnos, actuar, continuar cuidándonos los unos a los otros. Es normal tener miedo pero lo que hacemos con esa emoción marca la diferencia