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Hay una imagen poética y romántica en el inicio de esa canción hecha con piano, que conquistó a todo un continente: “Te vi, juntabas margaritas del mantel, ya sé que te traté bastante mal. No sé si eras un ángel o un rubí o simplemente te vi...”. En esa frase se esconde una escena íntima, delicada, una radiografía de un instante que solo puede capturar quien ha amado y ha temido perder. Y ese fue el caso de Fito Páez, ese flaco desgarbado que venía de una noche larga, y de Cecilia Roth, una rubia preciosa, con el linaje de una familia de intelectuales centroeuropeos que, después de instalarse en Argentina, floreció en la actuación hasta convertirse en un rostro amado y respetado en todo el país.
Él traía consigo el peso de una historia trágica: el aberrante asesinato de su tía y su abuela en Rosario lo había puesto en las portadas de los diarios, en la conversación pública, pero también le había abierto un surco emocional profundo, que terminó por alimentar su arte con una intensidad difícil de igualar. Fito sobrevivía con la música. Era su escudo y su bandera. Con Charly García había encontrado un hogar, pero el suyo, el íntimo, el de los días reales, lo construía junto a Cecilia, en un departamento cerca del Jardín Botánico en Buenos Aires. Era el comienzo de la convivencia, ese momento frágil y decisivo en que el amor todavía está en juego.
Una madrugada, Fito llegó después de tocar con Charly. La noche se le había ido entre guitarras, copas y abrazos. Cecilia, al verlo entrar, supo que algo se había roto. No hizo falta decir mucho. Lo miró con una mezcla de tristeza y fastidio. Y le habló con la certeza de quien no está dispuesta a mendigar claridad. “Escúchame bien lo que te voy a decir, porque te lo voy a decir una sola vez: a mí, la del rockerito loco, no me va. Vos querés descontrolarte, bien, hacelo. Pero a mí no me tengas sin saber nada en toda la noche, sin saber si vas a venir, si estás bien o si ya no vas a volver. ¿Vale?”.
Fito no estaba en condiciones de responder. El cuerpo le pesaba. La lengua se le dormía. Pero el alma, de algún modo, seguía viva. Así que mientras ella se metía a la ducha para irse a la peluquería, él se sentó en el piso, y empezó a tocar un piano pequeño que el mismo Charly le había regalado, tomó una hoja y empezó a escribir.
No tenía fuerzas para disculparse con palabras, así que hizo lo único que sabía hacer: convertir el dolor en música. La melodía le fue saliendo como un suspiro contenido, y las palabras empezaron a ordenarse como si ya hubieran estado allí desde antes: “Te vi, saliste entre la gente a saludar...”.
Cuando Cecilia terminó de arreglarse y estaba a punto de salir, Fito la detuvo. Tenía los ojos enrojecidos y las manos aún temblorosas sobre las teclas. Le pidió que escuchara. Y tocó. Le cantó. Le mostró su forma de decir “perdón”, “no te vayas”, “te amo”. Ella lo escuchó en silencio. Y al terminar, solo lo abrazó. No hizo falta nada más. Esa canción, que parecía una súplica de último momento, se convirtió en un himno. No solo lo perdonó: desde ese instante, vivieron juntos once años de amor, de viajes, de vida compartida.
Aquel tema, que se tituló finalmente Un vestido y un amor, fue incluido más tarde en El amor después del amor, el álbum más vendido en la historia del rock argentino. Su letra sigue siendo un refugio para los que alguna vez sintieron que estaban a punto de perderlo todo y, sin embargo, encontraron una manera de quedarse. Porque a veces, una canción no solo acompaña el amor, también lo salva.