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Este es un espacio que se dedica a la música, desde el rock hasta el pop, pasando por la canción de autor y las bellas historias sonoras que cuentan amores, desamores y esperanzas. Y esta historia que les contaré es una historia de esperanza y de resistencia. Hace un año celebramos el centenario de La Sonora Matancera. Cien años de historia, de canciones inmortales, de voces que marcaron el alma de América Latina. Pero ahora que pasó la efervescencia de esa fecha dictada en el calendario ¿Seguimos escuchando a La Sonora? ¿La seguimos recordando, homenajeando y bailando? ¿La recordamos sin necesidad de una efeméride?
Yo creería que sí y que muchos lo hacemos. Porque hay orquestas que son eternas, no por seguir en los escenarios, sino por haberse instalado en los afectos. La Sonora Matancera no solo es una agrupación musical: es un recuerdo colectivo, es bandera, escudo e himno, es un emblema genuino de la identidad caribeña.
Empezó en Matanzas, Cuba, en 1924, y fue muchas cosas antes de convertirse en lo que conocemos. Empezaron como “Tuna Liberal”, pasaron por ser “Sexteto Soprano” y “Estudiantina Sonora Matancera”, hasta adoptar en 1935 el nombre que cambiaría la historia de la música latina. Bajo ese nombre, grabaron más de mil canciones, definieron el sonido del Caribe y le pusieron rostro, cuerpo y ritmo a la nostalgia.
Su época dorada fue entre 1947 y 1960, años en los que la orquesta viajó por todo el continente, grabó con las voces más memorables del siglo y se consolidó como un fenómeno cultural. Celia Cruz, Daniel Santos, Bienvenido Granda, Toña la Negra, Myrta Silva, Leo Marini, Carlos Argentino y Nelson Pinedo, entre muchos otros, pasaron por su alineación, prestando sus gargantas al ritmo inmortal de las trompetas y la percusión.
Y sí, Colombia también estuvo ahí. Gladys Julio y el barranquillero Nelson Pinedo fueron los únicos colombianos que integraron oficialmente la orquesta. Pinedo grabó más de 50 canciones con ellos, y su paso por La Sonora lo convirtió en una leyenda viva del bolero tropical. Su voz sigue sonando en emisoras, en fiestas de barrio, en los recuerdos de quienes alguna vez bailaron agarrados con los ojos cerrados.
Después de la Revolución Cubana, en 1960, la orquesta se radicó en México, donde encontró nuevas audiencias y un nuevo aire. Desde allí continuaron grabando, girando, reinventándose sin traicionar su esencia. Esa capacidad de adaptación es quizá una de las claves de su longevidad.
Pero más allá del romanticismo, La Sonora Matancera fue también una industria. Pioneros en giras internacionales, en colaboraciones transnacionales, en formatos orquestales que después serían replicados por decenas de agrupaciones en todo el continente. La Sonora fue escuela y referente.
Hoy, cuando las tendencias deciden qué escuchamos y cuándo, recordar a La Sonora Matancera es un acto de resistencia. Escuchar sus canciones es abrir una ventana al pasado, pero también abrazar un presente en el que la música aún puede ser emoción, relato y raíz.
En su centenario, la orquesta presentó una nueva alineación, con músicos jóvenes y un colombiano entre ellos. Ese gesto nos dice que el legado sigue vivo, pero también nos plantea un reto: conservar la esencia sin quedar atrapados en la nostalgia. Ser eternos sin volverse museo.
Las canciones de La Sonora Matancera no envejecen porque están hechas de verdades sencillas: el amor, el desamor, la rumba, la pérdida, la esperanza. Por eso siguen resonando. Por eso, aún después de cien años, La Sonora no necesita que nadie la recuerde, ella sola se impone, como un eco reverberante y parrandero que nunca se apaga.