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Un hombre de principios, Hasta el último hombre

04 de febrero de 2017
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Diez años tuvo que esperar Mel Gibson desde “Apocalypto” para volver a sentarse en una silla de director, debido a los escándalos que no logra esquivar en su vida personal. Vuelve a hacerlo en la adaptación cinematográfica de una historia real, que necesitaba de alguien con su vigor artístico y su maravilloso ojo para hacer de la crueldad un arma estética. Gracias a estas cualidades “Hasta el último hombre” (porque de títulos obvios e innecesariamente traducidos está hecho el camino del infierno) se eleva de lo que pudo ser una película de guerra bastante esquemática, a las alturas de una reflexión sobre las convicciones, sobre el sacrificio que implica defender unas ideas sin rendirse y, por supuesto, sobre la relevancia social que el mismo Gibson ve en ciertos principios católicos.

El sólo hecho de que no tema hacer que Desmond Doss, el soldado que se enlistó como médico militar en la Segunda Guerra Mundial a pesar de ser objetor de conciencia, “encarne” en distintas escenas a varios de los grandes héroes bíblicos, demuestra que Gibson fue capaz de tomar un material ajeno y convertirlo en una obra personal, tal vez la más personal de toda su filmografía. Ahí está el Desmond de cinco años, que sale al principio de la película golpeando a su hermanito hasta casi matarlo, como un precoz Caín; el soñador soldado Doss que es golpeado una noche por sus “hermanos”, igual que José, antes de triunfar en Egipto; el valiente Josué, frente a las murallas de Jericó representadas en el Hacksaw Ridge del título original; y el Jesús de toda la vida, permitiendo que su carne reciba el castigo que redimirá a los suyos y les permitirá una vida futura, encarnado en ese médico que se niega a abandonar a su pelotón en la sangrienta campaña de Okinawa. Tal vez lo que quiere decirnos Gibson, sin sutilezas, como acostumbra, es que si el mundo que nos tocó, igual que la Biblia, está lleno de sangre, de batallas y cuerpos destrozados, la esperanza nunca se extingue gracias a héroes como Jesús o Desmond, capaces de sobreponerse a la violencia, ofrecer la otra mejilla e inspirar a quienes les rodeaban.

Incluso la película, como la Biblia, tiene dos partes claramente diferenciadas. En la primera, en un Estados Unidos paradisíaco, el padre es colérico y cruel (y también un alcohólico apesadumbrado, como el mismo Gibson), igual que aquel Dios del Antiguo Testamento. En la segunda, el hijo ascenderá a los cielos en cuerpo y alma, después de que su padre simbólico, su oficial al mando, le pide perdón por juzgarlo mal. La alegoría no podría ser más clara. Gibson no nos miente, es franco con lo que quiere mostrar, y por eso los desmembramientos y las heridas abiertas se ven en primer plano y en cámara lenta. Pero no es, como podrían pensar algunos, un elogio a la guerra. Todo lo contrario. Es un recordatorio del poder hipnótico que tiene la violencia y de cómo hay que ser valientes y tercos, igual que Desmond, para conservar los principios y negarnos a participar de la masacre.

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