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Siembra, de Ángela Osorio y Santiago Lozano. Un canto triste

16 de abril de 2016
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El desplazamiento forzado y la marginalidad como consecuencia son de nuevo el tema de una película colombiana. No es un reproche, porque es un tópico que no se ha agotado y cada relato tiene lo suyo. Lo que tiene este es una serie de elementos complementarios, como el conflicto generacional y el duelo, así como una propuesta narrativa y estética que sin duda le da fuerza a sus personajes, contexto e historia.

El Turco y su hijo viven en un barrio marginal, luego de haber vivido de la pesca en su tierra y ser desplazados por la violencia. La idea del desarraigo cruza todo el relato y en especial a su protagonista. Pero es un desarraigo que va más allá de haberle arrebatado su tierra, porque también lo hace con su hijo. Su gran tragedia es que este ya no quiere volver porque se ha adaptado y adquirido los hábitos del nuevo ambiente. La ruptura generacional se hace evidente y lo ancestral convive con lo nuevo.

Pero todavía hay una tragedia mayor (y aquí se adelanta un dato importante del argumento), que ese nuevo ambiente, que también tiene su propia violencia, acaba con la vida de su hijo. Entonces el relato ahora sí se centra por completo en el Turco, en su dolor y desesperación, porque ya no tiene nada, ni tierra ni familia. Y así se despliega una puesta en escena de este doble duelo, definida por elementos como el gesto oprimido, la música, la lluvia y alguna metáfora del sueño.

Es una película con un especial carisma, concentrado particularmente en la figura y el personaje del Turco, un hombre adusto y sensible al mismo tiempo, que lleva siempre consigo la carga de su desarraigo y el deseo por recuperar su naturaleza. No obstante, hay un momento en que este carisma y personaje pierden el rumbo. En plena velación de su hijo comienza un deambular que tal vez se puede explicar conceptualmente, pero desde la lógica argumental y narrativa resulta un poco incomprensible.

Es una película hecha en un blanco y negro bello y lleno de fuerza, que funciona muy bien con la piel de estos personajes, con el realismo y lo duro de la historia (aunque también es cierto que esta decisión estética se está convirtiendo en un tic del cine actual). Así mismo, la música es un significativo componente de la narración y la cultura que retrata, con esa inevitable mezcla entre lo viejo y lo nuevo, entre la tradición del campo y la alienación de la ciudad, representado esto en los alabaos y los sonidos urbanos.

Es una película que a un tema que ya es recurrente (tal vez el más del cine nacional), sabe encontrarle el punto de vista que diga algo nuevo y de forma diferente. El blanco y negro, la música, el realismo cotidiano en la puesta en escena y la figura del turco con su pesada carga, son elementos concebidos con inteligencia y encajados entre sí con naturalidad y elocuencia. Es un canto triste a la realidad del país, a las consecuencias de su violencia y las nuevas realidades que se han dado a partir de ella.

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