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Mejor miénteme

22 de julio de 2017
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En esta página hay una entrevista con Natalia Orozco, directora de El silencio de los fusiles, una película que siendo testimonio y crónica de uno de los momentos más importantes de nuestra historia, los diálogos de paz con las FARC, debe estrenarse en un circuito restringido de salas, horarios y días de proyección, más por la convicción de algunas empresas e instituciones de que es un documento necesario, que por la posible asistencia que tendrán las distintas funciones. ¿Cómo puede ocurrir eso? ¿Por qué el público colombiano no se anima a ver una película, que sin ser perfecta, es un documento necesario?

Las posibles respuestas dan un poco de miedo. Una es que los colombianos, tal vez porque el plan de ir a cine es una excusa para escapar de una realidad compleja y de un discurso público polarizado, cada vez más lleno de gritos e insultos tanto en los medios de comunicación como en las redes sociales, prefieren apoyar con su presencia las películas que no le generan ningún reto mental ni implican que tome una posición frente a los mensajes que recibe, como podrían ser la última versión de Transformers o de Rápido y furioso. Cintas que funcionan sólo como “masajes mentales” y que el único debate posterior que generan es cuál carro de los que vimos es más veloz. El hecho de que además prefieran las versiones dobladas de las películas, que les evitan el esfuerzo de leer, aun cuando eso implique perder la mitad de la actuación que aprecian, apoya esta teoría.

Otra respuesta es que los adultos ya no vamos a cine sin nuestros hijos y le hemos dejado esa actividad a los adolescentes, porque nos da pereza aguantar congestiones en las calles cuando podemos ver títulos interesantes y series más cercanas a nuestros intereses personales en la comodidad de la casa, gracias a las plataformas de contenidos. Eso explicaría, por ejemplo, esa profusión de malas películas de terror, que hacen las veces de una montaña rusa: generan emociones rápidas e intensas, que se evaporarán pocos segundos después de salir de la sala. Ninguna idea para conversar o debatir saldrá de cintas así.

Solemos culpar a los exhibidores (casi como culpamos de todas nuestras desgracias sociales al Estado y a los políticos) porque llenan sus carteleras con películas tontas, con versiones dobladas, con comedias pueriles. ¿Dónde está nuestra responsabilidad como público? Si cuando hay títulos que proponen otro tipo de historias, que nos tratan como a gente inteligente, sacamos disculpas para no verlas el primer fin de semana (que es la única forma de que se sostengan varios días en pantallas), ¿qué tanto derecho tenemos a quejarnos? El cine es un reflejo de los sueños, los temores y los problemas de una sociedad. Al concurrir solamente a que nos cuenten mentiras bonitas y fáciles de digerir, estamos permitiendo que la discusión se empobrezca, admitiendo que preferimos un mundo adolescente, en el que los argumentos han sido reemplazados por las emociones más básicas. Y sí.

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