La escena que le descubre al personaje principal de “La historia de mi mujer” lo que está haciendo mal con su vida ocurre tan tarde, después de tantas vueltas, que parece más una conclusión que una invitación a continuar viendo la errática manera que tiene de lidiar con sus sentimientos el capitán de barco Jakob Störr. La directora de la película, la húngara Ildikó Enyedi, quien además firma la adaptación de la novela de Milán Füst de 1942, confía demasiado en la paciencia del espectador y en su propia habilidad para tenerlo pegado a la pantalla, y esa confianza le juega en contra, pues para el momento de la escena más de uno habrá perdido interés en esta especie de cartografía de la incomprensión masculina sobre la manera en que las mujeres aceptan a un hombre que entra en sus vidas y cómo llegan a amarlo.
El mal de Mer o la cinetosis es una dolencia inducida por formas específicas de movimiento repetitivo (el constante bamboleo de los barcos sobre el agua) y es lo que sufre desde el comienzo el capitán Störr. El cocinero de su barco le sugiere que se case, es decir, que tenga un lugar donde llegar y una mujer con la cual compartir sus días en tierra firme, para combatir la enfermedad. Cumpliendo con una apuesta jactanciosa de proponerle matrimonio a la primera mujer que cruce una puerta, el capitán conoce a Lizzy y contra toda lógica ella acepta su propuesta. La película imita la estructura capitular de la novela, con unos títulos sugerentes presentados a través de composiciones gráficas que no están a la altura del resto de la belleza visual de la película, donde casi siempre Lizzy es comparada con una luz cálida que entra por una ventana o que se refleja en un cristal o un espejo. Para potenciar esta propuesta ayuda mucho que Léa Seydoux nos brinde una de sus interpretaciones más complejas, capaz de expresar un abanico emocional que contrastará durante toda la película con el espíritu básico y casi torpe del marino que compone Gijs Naber.
Primero, deslumbrado por la frescura de Lizzy, Störr parece maravillado con la vida, porque exista alguien como ella. La película expresa esa misma alegría con el poético registro de la vida en el mar que hace la fotografía de Marcell Rév, acompañado por la melancolíca partitura de Ádám Balázs. Pero después la película cae en una repetición cíclica de la desconfianza del capitán, que se convierte en un sopor del que no nos repondremos, pues la presencia de Louis Garrel, con un personaje torpemente construido (nunca entendemos cómo puede ser más atractivo para Lizzy que su marinero enorme y amoroso) no ayuda a que entendamos sus celos. Y entonces, cuando por fin le dicen que un tipo capaz de salvar a un barco de hundirse tendría que disfrutar más con la vida, porque es la única que tenemos, ya no hay nada qué hacer. La trama ha saltado por la borda, y nosotros con ella. Sólo unos pocos espectadores, los que se hayan conectado más con la belleza innegable de ciertos momentos, sobrevivirán al naufragio.