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La princesa que necesitábamos. Moana, de Ron Clements, John Musker, Don Hall y Chris William

03 de diciembre de 2016
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Moana dice que no es una princesa, pero Maui, el semidiós que ella ha ido a buscar más allá de la porción de mar que su pueblo conoce, la contradice diciéndole que si usa un vestido y tiene un compañero animal, por supuesto que lo es. Es una de esas lecciones que parece que tanto a él como a nosotros nos ha enseñado Disney. Ambos tienen razón. Porque Moana es la hija del líder de su pueblo y por lo tanto, es una princesa. Sin embargo, los guionistas procuran mostrarnos que ella realmente sabe gobernar; que es por eso, y no por su parentesco, que se convertirá en la persona que conducirá a su gente. Así que Moana no es una princesa, al menos no como las de antes, que se sentaban a esperar a que su príncipe llegara con la zapatilla de cristal o las despertara de su encantamiento. Es una princesa pensada para el mundo de hoy, un referente para esas niñas que van a la película y cuyos sueños ya no tienen límites.

Es tan pertinente “Moana” para el mundo en el que vivimos, que el principal personaje masculino de la película jamás llega a ser para ella un interés romántico. Por el contrario, Maui al comienzo es un manojo de defectos: mentiroso, ególatra y tan condescendiente a la hora de enseñarle cosas a Moana, que parece un reflejo de cientos de hombres que se ven a sí mismos como semidioses venidos al mundo para explicarle a las mujeres lo que es obvio para ellas. Que aprenda a valorar las cualidades de Moana, la trate con respeto, como a un igual, y se hagan amigos, es la más importante metamorfosis que vivirá un personaje cuyo mayor poder es transformarse en lo que quiera, durante el recorrido que hacen para devolverle el corazón a Te Fiti, la metáfora que usa la película para transmitir un mensaje de respeto por los recursos naturales, cada vez más urgente.

Pero esta importante construcción sociológica sería muy aburrida si fuera obvia. Está sabiamente camuflada bajo la apariencia de una aventura extraordinaria, dibujada con una exuberancia visual espléndida, que lo mismo asombra con las texturas que recrean el mar, como con el ingenio a la hora de crear personajes únicos, ya sean unos feroces piratas coco o un crustáceo gigante que colecciona joyas. Tal vez el único pero de la película es que algunos sentirán que tiene demasiadas canciones.

Sin embargo, hay que decir que el esfuerzo para que la historia no se detenga mientras los personajes cantan (algo que pasaba mucho en títulos anteriores) es notable, y que la música de Lin-Manuel Miranda (conocido por ser el compositor detrás de Hamilton, el musical más exitoso de los últimos años en Broadway), Opetaia Foa’i y Mark Mancina tiene grandes momentos, como la canción que a lo David Bowie, canta el villano crustáceo que les mencioné. Lástima que no podamos oír en ninguna función las voces originales en inglés, pero eso es culpa de los exhibidores, no de Moana, otra de esas jóvenes valientes y aguerridas que como Mulan o Mérida, la de “Brave”, son las princesas que necesitamos cada vez más.

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