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En vez de contarnos la carrera de Elisabeth Sparkle, el personaje central de La sustancia, con un montaje de titulares de prensa o imágenes de archivo, su guionista y directora, Coralie Fargeat, decide mostrarnos la fabricación y el deterioro de la estrella rosada con su nombre ubicada en el Paseo de la Fama de Hollywood Boulevard. Vemos cómo se inaugura con pompa y es admirada por los peatones, y luego cómo se deteriora y se resquebraja. La secuencia es simbólicamente poderosa, pero algo repetitiva y excesivamente larga. Casi lo mismo podría decirse de la película entera, a pesar de que su guion haya sido premiado en la pasada edición del Festival de Cine de Cannes.
La sustancia es repetitiva e insistente porque en realidad es una fábula macabra sobre el culto a la belleza y a la juventud que domina a nuestra sociedad. No es un fenómeno nuevo, claro. Desde hace siglos los pintores de la realeza sabían que debían atenuar cuanto pudieran los defectos físicos de sus retratados porque era esa figura la que guardaría la memoria de la mayoría. Somos también la imagen que tienen los demás de nosotros y es un deseo lógico que esa imagen coincidiera durante toda nuestra vida con la energía de nuestro espíritu, porque la juventud del alma dura mucho más tiempo que la del cuerpo.
Pero en esta época de videos excesivos y pantallas infinitas, pareciera que la imagen y la belleza física es todo lo que somos. Para Elisabeth es peor, porque es mujer y además es una estrella del espectáculo. Como la televisión y el cine siguen siendo negocios de hombres (y cada hombre que nos presenta Fargeat es lascivo, asqueroso, patético, o todo junto) su fecha de vencimiento ha sido anunciada. Por eso es tan tentador lo que le propone el tratamiento de La sustancia: que “su mejor versión” (no hay expresión publicitaria más trillada y aquí, usando otra palabra trillada, es literal) pueda vivir durante una semana con todos los excesos de la juventud, mientras su versión física real se oculta, como aquel retrato que Dorian Gray guardaba en un ático. Como en todo cuento infantil, el deseo concedido viene con unas condiciones que al incumplirse traerán desgracias que se convertirán en la moraleja final.
Ha tenido la suerte Fargeat de encontrar a dos actrices perfectas para sus personajes. Si Margaret Qualley es tan luminosa en su belleza que uno se avergüenza del sexismo intencional con el que la cámara registra su cuerpo, Demi Moore, no menos bella, se entrega con la intensidad de un sacrificio pagano en secuencias tan duras como aquella en la que simplemente no es capaz de salir a la calle por no estar a la altura de su yo treinta años menor. Lo hace incluso cuando es parte de la criatura monstruosa que veremos al final, que corporiza los epítetos que le lanzamos a figuras como Nicole Kidman y Meg Ryan, que lo único que han hecho es hacernos caso. Puede que no a nosotros, pero sí a los monstruos juveniles, vanidosos y crueles, que también nos habitan.